Susurros de Sirena

         El Faro se alzaba como un imponente centinela entre los negros riscos del acantilado. Su luz sustituía aquella noche a la de la Luna y a la de las Estrellas, pues el firmamento estaba cubierto por un grueso velo de nubes negras estáticas e insidiosas. El gran Océano mecía suavemente las rocas con sus olas en medio de una inquietante serenidad costera.

Desde la finísima línea de playa a los pies del acantilado, sentado sobre un petate de pieles frente a la lumbre de una hoguera precaria, protegido con una manta áspera y con sus botas calentándose junto al fuego, el Viajero contemplaba la noche.

Las profundidades del Océano guardaban secretos más oscuros e insondables que el horizonte. Aún sentía su sangre helarse y sus pulmones llenarse de agua con salitre. El terror de haber estado a punto de morir ahogado no se desprendía de él con el paso de las décadas. Además, el estático y eléctrico olor del ambiente nocturno auguraba tormenta.

Lamentaba en aquellos momentos no tener ninguna compañía con la que conversar en noches como aquella. Pero su estricta soledad era un factor necesario en el cumplimiento de su cometido. Durante su peregrinación, sólo podía permitirse encuentros puntuales puramente formales con desconocidos, o charlas con presencias inventadas o alucinadas que generase su propia mente.

Al amanecer, cargaría su macuto en el bote que descansaba sobre la porosa y grisácea arena de la playa, lo desamarraría del tocón al que lo había atado y lo arrastraría de vuelta hacia las olas.

Bajo la sombra de su capucha, su rostro se iluminó en rojo a consecuencia de una profunda calada que le pegó a la pipa, la cual le supo a ceniza húmeda y a sal, mas no le importó. Después, apuró lamentándose el último trago de ron y se decidió a arroparse bajo el petate para tratar de enfrentarse a sus terribles y habituales pesadillas.

No obstante, una pavorosa sombra se alzaba en el umbral de una pequeña cueva a sus espaldas. Contemplaba las últimas ascuas de la hoguera crepitar frente al saco en el que se encogía el Viajero en torno a sí mismo. Cuando finalmente cayó dormido, el Tiempo se detuvo en todo el Universo excepto entorno a la luz giroscópica y sobrecogedora de aquel Faro. Sobre la playa, la sombra avanzó hacia él de manera conminatoria, irguiéndose y dando extrañas y tambaleantes zancadas sobre sus patas traseras.

Al alcanzar el bulto que yacía sobre la arena, el cual se hinchaba y deshinchaba por la respiración del Viajero; éste comenzó a convulsionarse violentamente. Bajo el bulto de pieles, todo su cuerpo se retorcía y agitaba de formas absolutamente imposibles para la musculatura humana.

La sombra comenzó entonces a menguar su tamaño de forma progresiva, como si su aparente consistencia inicial se evaporase y disgregase en las tinieblas de la noche. De la forma, que decrecía lentamente, comenzaron a emerger finos apéndices negros, similares a los tentáculos de una medusa, que se agitaban como llamaradas o columnas de humo al viento. La sombra finalmente quedó convertida en una pequeña masa de estos finos gusanos movedizos e inquietos, la cual se abalanzó sobre el saco dentro del cual el Viajero aún se retorcía entre extraños espasmos.

Se escurrió entre los pliegues del petate y se introdujo dentro del cuerpo del humano, cuyos movimientos inmediatamente comenzaron a relajarse y volverse más naturales, hasta que finalmente quedó quieto.

En principio, a simple vista el Viajero no parecía tener aliento tras este evento. Pero, pocos instantes después, inhaló profundamente con un sonoro y tembloroso  ronquido. 

Abrió los ojos sobresaltado y angustiado, presa de un gran dolor y de un pavor inexplicable, al tiempo de contemplar una visión espantosa.

Se hallaba rodeado de miles de cangrejos negros de ojos rojos que le miraban fijamente, quietos o correteando de lado, en un círculo al rededor de su hoguera en ascuas; mientras chasqueaban ruidosamente sus pinzas. Había tantos que llenaban la playa hasta donde la vista alcanzaba, y parecían emerger más y más eventualmente del agua del Océano; la cual, misteriosamente, parecía estar en absoluto reposo y quietud.

Además, la cúpula de nubes que conformaba el cielo estaba iluminada por una poderosa iridiscencia omnipresente, onírica, pálida y sobrenatural cuyo resplandor era muy superior al del halo que provenía del Faro, de tal forma que hacía imposible distinguir éste. Parecía tratarse de un imponente relámpago estático, congelado, como si el Tiempo se hubiese detenido en el momento exacto en el que éste golpeó la Tierra.

No sentía su propio ser. Todas sus sensaciones y percepciones físicas se habían sustituido por un hormigueo, que conformaba ahora lo que parecía ser su cuerpo. Sólo escuchaba en rededor los chasquidos de las pinzas de los cangrejos negros. Este ruido se hacía cada vez más notable y elevado.

Sentía como ese cosquilleo vibrante que era ahora su cuerpo, se elevaba poco a poco de forma progresiva; puesto que parecía ver la playa ligeramente desde arriba, y su visión iba ascendiendo a un ritmo extremadamente lento. No obstante, notaba la cercanía de aquellas criaturas y, curiosamente, no oía sus ruidos desde más lejos a medida que iba subiendo.

Entonces, miró hacia abajo y comprobó aterrado que su verdadero cuerpo físico yacía allí inmóvil, ajeno a él mismo, con una mueca de horror sobre la arena, tendido frente a las cenizas de la hoguera, y rodeado por aquella masa de oscuros crustáceos que se aproximaban dando vueltas hacia él.

En el mismo momento en que una de esas criaturas tocó su cuerpo con sus alargadas patas, y comenzó a subir por su pecho, el Océano cesó en su absoluto y anormal estatismo, para empezar a retroceder rápida y vorazmente. En el horizonte, se elevaba un muro de agua que fue erigiéndose hasta alcanzar la cúpula de nubes, perdiéndose en las alturas. Esta inmensa ola eclipsó aquella extraña luz pálida y fría que surcaba la noche, sumiendo la playa en completa sombra.

Entonces, el Viajero; quien no había dejado de elevarse astralmente, miró hacia arriba y hacia atrás; buscando con su vista el Faro. Pero esa estructura ya no estaba sobre los imponentes riscos.

En su lugar, alcanzó por fin a ver el rayo congelado… Un relámpago perpetuo que iluminaba la noche, aunque no se veía desde la playa. Golpeaba con furia y crueldad el torreón en ruinas.

El potente azote eléctrico sí se movía, pero con tal lentitud que resultaba imperceptible, daba la sensación de tratarse de un fragmento de tiempo congelado, y la mente del Viajero zumbaba agónica al borde de la demencia, no pudiendo cobrar coherencia dentro de aquel segmento.

Mas no pudo continuar contemplando aquella anomalía cronológica, pues de pronto sintió que caía en picado y en cuestión de segundos se anclaba de nuevo al cadáver que era su cuerpo, allí abajo tirado sobre la fina arena.

Varios cangrejos estaban adentrándose dentro del mismo a través de la boca de forma impune e inmisericorde, y él sentía de nuevo su presencia en aquella carne, como siempre la había sentido, pero con un dolor como nunca antes había conocido.

Los veía sobre su pecho, acercándose velozmente a su rostro, mirándole con esos furiosos y demoníacos ojos rojos. Podía sentirlos adentrarse en su boca, atravesar su garganta y cruzar su esófago, desgarrándole por dentro, acomodándose en su estómago e incluso en sus pulmones.

No podía moverse, ni respirar, ni tragar saliva. Notaba como si su cuerpo fuese literalmente un cadáver putrefacto, como si su alma no tuviera que permanecer allí encerrada a esas alturas.

Aquella experiencia le trasladó entonces nuevamente a las entrañas del Océano. Se sintió ahogándose de nuevo, el agua en sus fosas nasales y en sus pulmones, el frío congelando su carne e impidiendo sus movimientos…

La inmensa ola, más alta que el acantilado, se acercaba velozmente hacia la playa, cubriendo completamente la visión del cielo.

El Viajero perdió la noción de su propia consciencia en aquel fondo abisal de dolor y angustia. Sus ojos estaban en blanco y lloraban sangre, soltaba espumarajos por la boca. Después, quedó allí tendido en la arena como el cadáver de un náufrago.

Así permaneció hasta que el Sol se alzaba ya al Sureste, calentando la playa. Las nubes negras se habían reemplazado por una finísima capa blanquecina de neblina que filtraba la luz diurna, y una brisa agitaba suavemente la arena grisácea. Entonces, el Viajero comenzó a despertar, escuchando lejanas a las gaviotas desde el fondo del tenebroso e inconsciente pozo sus delirios oníricos. En cuanto sus ojos se abrieron, notó cómo sus pulmones absorbían una profunda y angustiosa inhalación de aire fresco, como si llevasen horas sin hacerlo.

De la experiencia de aquella madrugada sólo recordaba lejanos terrores oníricos, que se disipaban en instantes con la luz solar. Las sensaciones de su cuerpo, sin embargo, no se disipaban. Temió haber enfermado durante la noche. No podía permitirse perder el tiempo recuperándose.

Rebuscó en el fondo de su saco de pieles hasta tocar con la mano el frasco de tintura amarga de bayas y alcohol. Pensó que beber aquel brebaje nauseabundo reestablecería su cuerpo y le haría dejar de sentir aquellos desagradables dolores en su interior.

Después, ligeramente mareado y tembloroso, pero decidido, se embarcó en el Océano. Si tenía que morir, sería intentando llegar lo más cerca posible de todo aquel misterio. 


*****


Había recibido esas órdenes indescifrables, escritas en papel, durante el mes que se hospedó en la Polilla Pálida, aquella posada andrajosa, tratando de reclutar aliados e investigando el rastro de un posible tesoro el cual, según las leyendas, estaba protegido por una antigua maldición. Pero al Viajero le daban igual los riesgos y las maldiciones, las razones por las que lo ansiaba estaban muy por encima de la codicia material… 

Cada día al despertar, después de tener aquellos terribles sueños que tan sólo lograba recordar a medias; estaban las notas, el tintero y la pluma, allí sobre su mesa. La puerta permanecía bien cerrada mientras él dormía, y el Viajero llegó pronto a la conclusión de que aquellos mensajes los escribía él mismo en estado de sonambulismo o inconsciencia.

No obstante, los escritos en cuestión presentaban un trazado tembloroso y desquiciado, muy distinto a su letra habitual. Estos mensajes eran crípticos y breves.

 

Allá donde el Sol se pone, y cada Eón Amanece Negro, la Constelación del Leviatán y la Estrella Algol mostrarán un Sendero hacia las Entrañas del Océano. 

 

Así rezaba la primera nota que halló, tras cuatro noches durmiendo en aquel albergue. Lo primero que pensó es que algún ladrón se había adentrado en su aposento, pero al comprobar que no faltaba ninguna de las pocas cosas que escaso valor, como su puñal y su saca de monedas, descartó esa idea. Además, ni la ventana ni el cerrojo de la puerta podían ser abiertos desde fuera sin el uso de la llave, y no parecían haber sido forzados.

Sin embargo, algún extraño personaje debía haber irrumpido, usando sus mayores habilidades de sigilo y discreción, para dejarle aquel misterioso versículo.

Decidió que no se desprendería de su daga, y que la ocultaría bajo la almohada al dormir, a partir de aquel día. Alarmó también al posadero sobre lo ocurrido, advirtiéndole que si detectaba alguna noche a alguien en su habitación, no dudaría en rajarle el cuello al inquilino no deseado.

Pero a la mañana siguiente, tras una nueva sesión de incomprensibles pesadillas (que su consciencia desechaba siempre rápidamente al despertar, para alivio suyo), encontró una nueva nota.

 

Encontraremos un nuevo color más allá del Velo del Miedo. 

 

Fue esta frase la que le hizo comenzar a sospechar de que se trataba de él mismo (o, más bien, una parte de su propia mente), quien estaba escribiendo esos mensajes; pues le resultaba familiar aquella expresión…

Por aquel entonces aún no lo recordaba, pero había leído una frase muy similar en un papiro antiguo, encerrado dentro de una vasija que halló en el desierto, en aquella noche de delirios, deshidratación y aterradores escorpiones.

Aunque su memoria había expulsado totalmente los acontecimientos en el árido Abismo yermo, un escalofrío recorrió su espalda en cuanto leyó aquella nota, que le transportó inconscientemente otra vez a esas dunas cambiantes de arena gris ceniza. Consultó los diarios en los que había registrado su travesía por el desierto, pero nuevamente comprobó que su propia letra le resultaba ilegible. Se trataban sólo de garabatos sin sentido que había chapurreado allí en estado de trance psíquico.

En ese instante, llegó a la conclusión de que haber dedicado las últimas dos décadas de su vida a recorrer a pie la superficie del mundo, explorando los misterios y secretos que se esconden en cada esquina y recoveco del mismo, quizá estaba terminando definitivamente con su cordura. Tal vez se había convertido en un pobre vagabundo loco que no distinguía la realidad de sus propias fantasías y ensoñaciones. Lo cierto es que, desde la época en la que, enfermo y maltrecho, pidió hospicio en aquel monasterio cisterciense, todos sus derroteros le habían llevado a experiencias más allá de lo racional y de lo comprensible…

Sus intentos desesperados e insistentes de reclutar una pequeña cuadrilla de acompañantes junto con la que desentramar los misterios de la mazmorra en la que pretendía adentrarse en un principio, le ganaron convertirse en una molestia para el resto de inquilinos y merodeadores que frecuentaban la posada de la Polilla Pálida.

Los acólitos de este antro no eran precisamente aventureros, ni tampoco mercenarios. De todas formas, un auténtico batidor también habría visto como un suicidio necio e imprudente aquella empresa abyecta, sin mayor ganancia material que unas cuantas baratijas, papiros quemados y reliquias polvorientas.

Todo esto se sumaba a sus extravagantes anécdotas, sobre las cuales le costaba mucho mantenerse callado cuando llevaba unas cuantas jarras de hidromiel en la sangre.

Al añadir a todas esas historias nocturnas de peregrino borracho, el asunto de las desconcertantes notas que había empezado a recibir en su alcoba, logró crear en torno a sí mismo un aura de marginalidad y excentricidad que le ocasionaba miradas de desagrado cada vez que abandonaba sus aposentos y se paseaba por el local…

Y, día tras día, seguía apareciendo un nuevo comunicado en la discreta mesa de su alcoba. Los mensajes eran a cada cual más desconcertante. Algunos los destruyó, por impulso, al leerlos. Otros pocos los conservó, fascinado y aterrado, entre las páginas de su diario.

 

Es preciso partir. El Dolor prevalecerá igualmente, pero el verdadero rumbo atravesará el Valle de la Adversidad. 

 

Después de los negros riscos de poniente, allá donde la Luz ocre onírica rasga eternamente las Tormentas, debemos seguir la caída del Sol hasta atravesar el Horizonte. 

 

Debemos seguir la Voz que nos llama desde más allá del Abismo.

 

Nuestra compañía será la Soledad y la Demencia. Nuestra compañía causará la Propagación. Nuestra Maldición es una Misión Gloriosa.

 

Es preciso sufrir. La Absolución es la Abnegación.

 

No es la Luz que buscamos, si no la Luz que estamos dispuestos a encontrar.

 

Hemos de sentir la Llamada de la electricidad en nuestros Sesos. Hemos de obedecer al Ruido de la Tormenta. Hemos de fundirnos con la Gran Serpiente.

 

El Viajero se obsesionó con estas anotaciones, paralelas todas ellas a extraños sueños medio recordados, en los que andaba sobre una pradera sembrada de corazones palpitantes, o en los que navegaba en una barca sobre un Océano de sangre.

Su obsesión le llevó a estudiarlas escrupulosamente. También anotaba las pocas sensaciones y visualizaciones que recordaba de sus sueños, en turbios relatos en su Diario que sólo él podía llegar a entender.

Analizando todos los misteriosos mensajes que se presentaban ante él, y con el mapa en la mano, halló una respuesta.

Estaba siendo dirigido hacia el Faro del Oeste, desde donde habría de partir en total soledad hacia algún punto indeterminado y lejano del infinito Océano de niebla y tempestad… Debía viajar hacia el fin del Mundo conocido.

Algo en su corazón le hacía desear con ardor seguir el camino que se le estaba revelando a través del sonambulismo y las pesadillas. Le resultaba absolutamente incomprensible esta sensación, pues no era similar al ansia de aventura, liberadora y poderosa, que solía sentir antes, si no tortuosa y asfixiante; como si le exigiese, como si le arrebatase…  

Sin embargo, resultaba extraordinariamente placentera, masoquista y retorcida, tornándose en una especie de necesidad inamovible de abandonar inmediatamente aquella pensión andrajosa y embarcarse hacia Poniente.

Y así hizo, sin pagar aquellas últimas noches que pasó tratando de entender lo que le estaba sucediendo, encerrado en la alcoba en vela; se fue de aquel antro sin más dilación.

Y allí se encontraba ahora, en medio del Océano, rodeado exclusivamente de blanca y densa niebla, tiritando de frío y de dolor, en la fina linde entre la vida y la muerte, entre la lucidez y la perdición; viajando hacia la Nada.


*****


Sus provisiones de comida y agua dulce comenzaban a terminarse, y la fatiga acumulada del largo viaje de la posada hasta la costa, empezaba ahora a causar estragos, mientras las olas mecían el bote de forma cansina y mareante. No tardó en ser atrapado por un sueño enfermizo, delirante, febril y profundo.

Se encontraba suspendido en el frío Cosmos. La inmensidad de un firmamento de luces de colores incomprensibles le rodeaba, pero a pesar de las Estrellas, la omnipresencia de la Oscuridad absoluta resultaba abrumadora. Su cuerpo flotaba más allá de las barreras y fuerzas que normalmente le mantenían arraigado al Mundo.

Entonces, reparó que en aquel infinito Abismo había una forma esférica, inmensa aunque lejana, que se movía de forma inquietante. Parecía una gigantesca serpiente negra, del tamaño de un titán, cuyo cuerpo se enroscaba y retorcía en torno a sí mismo. Conformaba una especie de ovillo de puro caos contenido, de proporciones cósmicas. No se veía su cabeza ni su cola, pero indudablemente toda su forma escamosa y sibilina se estaba devorando a sí misma.

El sonido que su movimiento emitía era un sobrecogedor crujido telúrico, grave y absoluto, más poderoso que el propio estruendo del motor del Universo.

El Viajero cada vez veía más y más grande aquella monstruosidad, hasta que reparó que estaba siendo velozmente atraído hacia su superficie, como si la criatura contase con gravedad propia.

Entonces, distinguió a su alrededor, como una miríada de fugaces destellos estelares, miles y miles de almas como la suya; que estaban siendo también impelidas de manera inmisericorde hacia el cuerpo de aquel Ouroboros supradimensional. No tenían rostro, no tenían cuerpo, y los sonidos que pudiesen emitir eran opacados por el zumbido colosal de la titánica serpiente enroscada. Tan sólo eran puntos de luz dispersos, arrastrados vorazmente.

Olvidó en cuestión de un instante toda noción sobre su propia identidad, su Nombre, sus recuerdos recientes y lejanos. Sólo era ya un punto de luz remoto, congelado en un instante previo a ser absorbido por una oscuridad masiva, devoradora de Mundos.

En un breve fulgor, justo antes de chocar contra la superficie negra y escamosa, logró oír un sonido furioso que se abría paso entre el crujido monumental de aquel ser. Era un ruido como de tormenta y oleaje. Y distinguió un intenso olor a salitre…

Recobró la consciencia en medio de una vertiginosa caída. Impactó contra la piel del Océano, de forma atroz. Milagrosamente, el potente choque no le exterminó. Emergió tortuosamente de las aguas, vomitó abundante agua e inhaló con ansia. Aunque sabía nadar, agitaba las piernas y los brazos nerviosamente como un perro, tiritando de frío. A su alrededor, ya no había rastro de su barca.

Miró hacia el cielo. Estaba anocheciendo, o amaneciendo. Era imposible distinguir la posición exacta del Sol, dada la gruesa capa de nubes.

Nuevamente, no recordaba más que retazos muy dispersos y puramente emocionales de la experiencia de la que acababa de retornar, como siempre sucede con los sueños más incomprensibles.

No entendía que podía haber pasado. A juzgar por el impacto, y las sensaciones que percibió justo mientras despertaba, era imposible que tan solo hubiese caído desde su barca. Además, de ser así, debería verla flotando por alguna parte. No… Parecía haber caído desde las alturas del cielo. Pero aquello no tenía ningún sentido.

De todas formas, las explicaciones eran lo menos importante ya, porque iba a morir irremediablemente. Estaba sólo y casi congelado flotando en algún punto del vasto Océano. No le quedaba ninguna posibilidad de supervivencia.

No quería morir ahogado. Se arrepintió de haber emprendido aquel viaje. Maldijo su suerte y su mente. Su demencia le había arrastrado precisamente al lugar donde estaba destinado a perderse, desde que naufragó siendo tan sólo un niño. Su razón y su miedo le habían echo evitar mentalmente aquella experiencia traumática durante toda su vida, pero sus pulsiones inconscientes siempre le habían arrastrado a sumergirse nuevamente…

Al final, el destino de todo el viaje solo era ese. Siempre lo había sido, y en el fondo él siempre lo supo, aunque ahora lo entendía.

Justo cuando estaba a punto de abandonarse al frío y permitir que sus temblorosos músculos flaqueasen y le dejasen hundirse como una piedra cubierta de escarcha, se abrió paso entre la niebla de la lejanía un risco elevado.

Era una roca negra y puntiaguda, su mera visión resultaba inexplicablemente estremecedora. Le pareció una forma antinatural que hubiese emergido del Océano, puesto que surgió ante su vista como si se tratase de una esbelta y sombría aparición espectral, de pie sobre el agua.

La suave corriente del oleaje le mecía en dirección de aquel pico. El Viajero, más que alivio o esperanzas por salvar su vida, sintió un gran pavor. La certeza de la Muerte, instantes antes, justo cuando despertó; le había aterrado. Pero, poco después, ese terror se transformó en una aceptación serena y apacible, incluso a sabiendas de que implicaría que sus pulmones se volviesen a llenar de agua salada. Ahora en cambio, experimentaba un miedo único, que le recordaba bastante al que solía arrastrar de sus sueños recientes.

Y fue entonces cuando la oyó… ¿Qué era aquella vibración? Era algo que realmente llevaba sonando semanas, meses incluso. Quién sabe si toda su vida. No obstante, jamás había sido consciente de oír aquello, no lo había recordado nunca, no lo había percibido desde la razón hasta aquel momento fuera del tiempo, en el que por fin se encontró con su amada, su razón de ser, la voz que le había guiado durante toda su peregrinación, durante toda su vida… Grabada dentro de sus oídos, en lo profundo de su mente, buscándole desde siempre en sus pesadillas.

Tan sólo algunas noches, en esos ratos de duermevela, ese curioso canto había perturbado su descanso y enturbiado sus sueños, pues solo resultaba audible en el más absoluto silencio, ya que el menor ruido lo opacaba. Durante el día, en cambio, seguía sonando, pero él no lo sabía, porque estaba lejos de ella. Ahora sin embargo, lo entendía todo.

Su melodiosa voz era inhumana en ocasiones, y femenina en otras, fluía como el agua y se desenvolvía como hondas dentro del cerebro. Resultaba en una anulación de cualquier aflicción del alma. Era como un bálsamo placentero y pacífico, como flotar más allá de los dolores del cuerpo y de los pesares de la mente. Pero, poco a poco, se tornaba escandalosa, devastadora. Vorazmente, sustituía el hilo mental del Viajero, hasta ser esa suave, terrible y dulce canción lo único en lo que él podía pensar, lo único que podía sentir.

Mientras su cuerpo terminaba de congelarse, sonreía. No sentía más que una inmensa serenidad y un calor agradable que llenaba todo su ser. Se hundía un poco más, y aunque su cabeza aún permanecía sobre el agua, se sentía puro, fundamental. Como se sienten los humanos cuando aún son fetos y se encuentran suspendidos en una placenta.

Y entonces la vio… Al fin la vio. Aquellos ojos enormes y verdes, eran ojos de pez. Tampoco era el rostro de una mujer. No tenía nariz, ni pelo, y en lugar de orejas lucía unas branquias rojizas en los laterales de su cabeza, que se extendían desde las sienes hasta la barbilla. Su piel era escamosa, y su boca la conformaban dos labios gruesos y verdosos que escondían unos terribles y alargados colmillos de tiburón. Pero aún así, le resultó preciosa. Preciosa y horrorosa a partes iguales.

Sus miradas se mantenían clavadas. Ella le conservaba vivo con su poderoso hechizo, para saborear su alma con sus colmillos. Él se entregaba a ella, anulado y excitado. Y su sangre tiñó de rojo el gélido agua, mientras ella desgarraba su carne y se comía su corazón.

 

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