Vorágine

10 de Junio.

 

Ahora mismo, en cuanto me he sentado a escribir, el reloj marca las 5:55 de la madrugada, exactamente. Había quedado con Cromwell al ocaso, como la última vez, en el enrejado del parque oeste. Allí le tuve que esperar, tan solo unos minutos, hasta que se manifestó caminando lentamente entre una niebla que, cuando salí de casa, no estaba aún; pues había comenzado a formarse a medida que caía la noche. Llevaba su característico guardapolvo negro largo y, en la mano, la misma palanca herrumbrosa del otro día.

–¿Has traído el pedido que te encargué recoger donde Hildegard? –me preguntó, clavando en mi su mirada metálica.

–Sí.

–Bien. Hoy vamos a volver a descender al alcantarillado. He de mostrarte algo. Pero tranquilo, no iremos más abajo esta vez.

Antes de proceder a arrancar la tapa de la misma alcantarilla del otro día, extrajo de su abrigo ese diminuto botecito granate oscuro con dosificador. Extendió la lengua y dejó caer sobre su ella una pequeña gota. Después, se estremeció, y procedió a abrir la trampilla hacia los podrideros.

Recorrimos galerías idénticas a las que recuerdo de hace unos días, pero sé que no andamos en la misma dirección. Pasamos un buen rato deambulando. Durante el paseo, fumamos un canuto que lié mientras andaba, y aproveché para contarle a grandes rasgos mi experiencia de anoche con la polilla. Él se rió abruptamente.

–¡JAJAJAJAJA! Joder, eres un maldito saco de bichos como Boogie, ¿eh? A saber lo que tendrás ahí metido… Pásate un bastoncillo por los oídos una o dos veces al año, anda –bromeó él–. No obstante, ya sabes que los insectos son la mejor compañía posible para el hombre.

–Los gatos lo son –le corregí yo, riéndome y rascándome el oído izquierdo.

–Nunca me comería a un gato, a una polilla sí. A menos que saliese de tu puto oído… ¡JAJAJA!

Nuestros comentarios y carcajadas eran respondidos por el eco de aquellos corredores cenagosos con aún más ímpetu del que nosotros poníamos al formularlos. Las ratas huían despavoridas de nuestros alegres ladridos, emitiendo agudos chillidos de alerta.

Cromwell no podía evitar derrochar una gloriosa euforia, muy poco habitual en él, que se manifestaba en forma del tono de comedia con que arrojaba cada una de sus palabras.

En esta ocasión, sabía perfectamente a dónde nos dirigíamos sin necesidad de usar conjuro alguno. Finalmente, llegamos a un portón metálico con rejas de ventilación. El brujo se detuvo ante él y sonrió mirándolo de arriba abajo, de forma muy inquietante y demencial.

–No sabemos lo que esconde una puerta hasta que no la cruzamos… ¡Cruza todos los umbrales sin temor alguno! ¡El acceso a las probabilidades! –exclamó, mientras extraía una llave antigua de su abrigo. Llegué a distinguir que su Sigilo estaba inscrito en la medalla de la misma, y también grabado a rayones sobre el oxidado metal de la puerta, justo encima la cerradura. Abrió y me invitó a cruzar. Una luz cálida, ocre y titilante nos recibía desde dentro.

–Nos instalaremos aquí. Este es nuestro nuevo taller de trabajo, justo sobre el Sello –murmuró, mientras me seguía al interior de aquella cámara.

La iluminación de decenas de velas negras dispersas por el suelo revelaron lo que parecía una sala de mantenimiento bastante amplia. El desorden era absoluto y la cantidad de estímulos visuales que se acumulaban por todas partes era ingente. Pero mi mirada se quedó irrevocablemente atrapada en una de las paredes, en la que se abría un impresionante vórtice rojo y negro plasmado sobre un enorme lienzo. El cuadro era como de dos metros de alto por dos de ancho. Me acerqué y contemplé aquello, maravillado.

Fijar mi mirada en ese cuadro provocó que comenzase a hundirme paulatina e irremediablemente en una especie de distorsión mental y cognitiva muy similar a la que provocan los efectos de ciertos alucinógenos. Sentí que la luz se derretía al rededor y era absorbida por aquel impresionante agujero negro. Noté como mi atención entera se impregnaba sobre el lienzo como si fuese parte de aquel inquietante pigmento rojo, disolviéndose en el mismo. Mis párpados se abrieron al máximo y pude percibir con certeza como, dentro de mis ojos, las pupilas también se dilataban, fundiéndose con esa galería que se abría ante mi.

Se trataba de un remolino infernal, plagado de detalles diminutos, feísimos duendes, miríadas de gusanos y serpientes congregándose en forma de ovillos desordenados, dragones bicéfalos, demonios terribles, monstruosidades incomprensibles, calaveras, ratas, murciélagos, arpías, hombres mutantes con enormes y retorcidas setas por pollas, mujeres de ocho tetas con la cabeza entre las piernas y el coño sobre los hombros, rostros enfurecidos, rostros agonizantes, ojos… Ojos por todas partes, ojos rojos de todos los tamaños, mirando a todas partes y a ninguna, surcados de venitas finas y retorcidas, con brillo en las pupilas…

Todo aquel pandemonio se arremolinaba entorno a la vorágine que se retorcía y me miraba desde el centro de la composición, siendo irrevocablemente absorbido por ella. El nivel de detalle de cada una de las miniaturas que conformaban la totalidad de la pintura era impresionante, y el grado de realismo gráfico superaba al de la propia realidad. Todo ello estaba pintado en distintas tonalidades granates, bermejas, amarronadas y negras, con diferentes niveles de sombras y oscuridades, pero sin más color que el rojo y el negro.

Me quedé un buen rato contemplando absorto y sin pestañear. Durante fracciones de segundo, aquel dibujo me atrapó. Primero, me vi reflejado en el profundo infinito de la oscuridad inabarcable que se conglomeraba en el núcleo de aquel torbellino de perpetuo caos contenido. Luego, toda la existencia fue absorbida por dicho vórtice durante aquel instante eterno de agonía y suplicio.

Al poco, volví parcialmente al mundo físico, pero sin desviar mi mirada ni mi atención. Entonces fui consciente de que lo había estado viendo en movimiento desde que entré. Aquella espiral de fuego infernal y blasfemias contrahechas se desplazaba hacia dentro de sí misma, retorciéndose muy lentamente.

Por más que miraba, no conseguía verlo estático, aunque tampoco llegaba a captar su movimiento, tan lento y sutil como resultaba. Al tratar de enfocarlo, se detenía, pero sin detenerse, sin cesar. Cuando mi lucidez trataba de comparar las visiones de cada uno de los detalles con el recuerdo inmediato de ellos mismos, no parecían haber cambiado con respecto al instante previo, pero a la vez sí…

Era como si el conglomerado de diminutos dibujos ocultos que conformaban el cuadro fuesen presas de esas oscilaciones sutiles que se pueden ver claramente en ciertas formas físicas cuando la mente está en ciertos estados de gnosis, o bajo el efecto de las primeras horas de un viaje de psilocibina.

Pestañeé con fuerza tras un rato sin hacerlo, y al mirarlo nuevamente no pude determinar si la naturaleza de tales oscilaciones indescriptibles e imperceptibles para el ojo se trataba tan sólo de la inquietud de la flama de las candelas, de alguna suerte de hechizo ilusorio que rodeaba a la Obra de Cromwell, de mi propia cordura resquebrajándose nuevamente, o de las tres cosas a la vez…

–¿Qué te parece? Lo estoy pintando con mi propia sangre –irrumpieron las palabras del Magister, quien habló sin ocultar su inmenso orgullo pero de forma serena y hasta humilde.

Mi atención entonces fue parcialmente rescatada de aquella espiral de demencia y horror, arrancada de las fauces del abismo por la voz de mi colega.

Yo seguía mirando el cuadro, pestañeando poco y furtivamente, absorto en gran medida, como tratando de descifrar desesperadamente aquel conglomerado. Resultaba imposible tratar de expresarle a Cromwell la ingente cantidad de sensaciones que me abordaban en ese momento, ante su nueva y reciente Creación, la cual me mantenía la mirada, al igual que yo a ella.

–Los detalles… son impresionantes –alcancé a susurrar al cabo de un rato, sin aún desviar la vista–. ¿Cómo has hecho el sombreado?

–¡Con capas y más capas de mi sangre! –exclamó, enajenado y a carcajadas, parodiando su propia voz–. La dejo secar lo que haga falta en las capas que requieren más oscuridad, y una vez seca añado más y más. ¡El núcleo tiene tanta que incluso forma un pequeño relieve de montículo! –dijo, sentándose en un butaca destartalada y andrajosa que había por ahí–. Cuando me mareo, succiono un poco más de alguna de mis concubinas o de alguno de mis efebos… Nunca ha de faltar la sangre fresca. Recuerda eso, Corkill –procedió, una vez se terminó de acomodar en el sillón–. Para este trabajo, no me habría servido consumir la sangre seca y espesa de los acólitos ya muertos, ni tampoco la de cadáveres execrados. Necesito verter vida… Mi vida.

Efectivamente, el relieve de la pintura se amontonaba en el negro núcleo, y mostraba rugosidad y grumos allí, así como en todas las áreas de mayor sombreado, como si se tratase de fino gotelé de pared.

Por primera vez desde que entré en esa sala, desvié mis ojos de aquel cuadro. No puedo negar que fue un pequeño alivio, algo así como desengancharme de un poderoso atractor oscuro. Miré a Cromwell apoltronado en aquella butaca, que parecía sacada del vertedero, y éste se remangó mostrándome su antebrazo izquierdo surcado de cortes perpendiculares hechos a navaja, algunos más cicatrizados y otros más recientes.

–No es sólo una Obra, es un Portal. Pero ya lo entenderás –dijo, ocultando de nuevo su brazo bajo la ancha y larga manga de su abrigo–. Aunque aún no está terminado.

Luego, se llevó a la boca el pequeño fragmento que restaba del porro que nos estuvimos fumando antes de entrar, se lo prendió y lo apuró relajadamente, reservándome la última calada.

Tratando de no volver a atraparme en el cuadro, repasé el resto del entorno. En las esquinas se amontonaban tantas cajas que resultaba imposible contarlas. Por todo el suelo había velas desperdigadas, algunas encendidas y otras no, colocadas sin orden ni concierto. Los únicos muebles eran la butaca destrozada, que seguramente había perdido su color décadas atrás, una banqueta sobre la que había apoyado un pincel y un cenicero repleto, y una camilla metálica de forense plagada de manchas de sangre reseca y ennegrecida.

También había por ahí un foco similar a los de los platós de televisión y de cine, aunque inmediatamente al reparar en él intuí que no siempre resultaría fácil robar electricidad allí abajo. La única decoración la conformaba el propio cuadro a mis espaldas. Con su excepción, las paredes eran muros grises de hormigón llano sin apenas fisuras ni grietas, tan sólo interrumpidos por los vanos de los conductos de ventilación que se abrían en la parte alta, en contacto con el techo.

Me di cuenta de que, aunque Cromwell llevaría operando allí en solitario meses (quizá incluso años) no se había molestado en desempaquetar todas aquellas cajas. O, tal vez, estuvo trabajando en su obra hasta hacía poco, y recientemente acababa de bajar más material para nuestro proyecto.

En cualquier caso, dejé el cenicero en el suelo y el finísimo pincel (al cogerlo reparé en que tenía las cerdas ampliamente ensangrentadas) sobre una de las cajas, para poder así sentarme en la banqueta frente al viejo.

–Venga. Otro porro y nos ponemos a trabajar. Tenemos que instalar aquí el laboratorio. Mis acólitos bajaron el equipaje, pero sabes que el contenido de estas cajas sólo debemos manipularlo nosotros dos…

Aproximó a él una garrafa sucia y enrojecida que había a las faldas de la butaca, en la que yo no había reparado hasta ese momento, le quitó el tapón y pegó un buen lingotazo de aquel líquido similar a agua turbia manchada con sangre y mierda. Yo comencé a liarme otro canuto, esta vez menos cargado que el anterior.

Fumar allí abajo, encerrados en aquella cámara del pánico, fue un suplicio innombrable para la mente y para los pulmones. El submarino de humo en el que nos atrapamos fue tal, que cuando por fin comenzamos a tratar de mover las cajas y desempaquetar el material, nuestra conducta era errática y cómica, sin responder a ningún criterio verdaderamente funcional. Tan sólo nos reíamos deambulando por la sala, nos mirábamos desde dos extremos de la misma con ojos rojos entreabiertos, decíamos paridas que en su mayoría ya he olvidado, movíamos cosas de un sitio para otro, desordenándolo todo más que colocándolo. Porque colocados ya estábamos nosotros.

Me senté en la butaca, tras extraer de una de las cajas la pesada olla negra que usábamos antaño. Me sentía deshidratado y mareado, sudores fríos comenzaban a brotar de mis sienes y de mi frente.

Miré la chusta del porro que reposaba a mis pies, en el cenicero. Miré hacia la garrafa extraña, con el agua repulsiva en su interior. Luego, miré a la más absoluta y profunda oscuridad de mi alma, pues mis ojos se fundieron a negro (pasando primeramente por un filtro morado que devoró velozmente todo el entorno visual). El tiempo se congeló y cada uno de mis músculos se entumecía lentamente. Sentí como la energía vital de mi cuerpo se desprendía y se descosía completamente de él. Oía lejanas y ralentizadas las carcajadas de Cromwell, y su voz distorsionada por un grave y demoníaco eco, riendo algo así cómo “te está dando un buen blanco”. Entre la brumosa tiniebla, empezó a burbujear el rojo fuego infernal, que no tardó en conformar aquel vórtice otra vez, dentro de mis ojos. A través de aquella insondable puerta dimensional, vi la escena desde arriba, en el reflejo de un espejo negro. Vi al Maestro inclinarse hacia mi, riendo a mandíbula batiente, mientras mi propio cuerpecillo frío, pálido y maltrecho, se debatía postrado sobre el sillón; apalancado en posición de cadáver, sin poder a penas moverse pero tiritando en espasmos puntuales. Sin duda, se trataba de una fumada fuerte y profunda.

Desperté a duras penas, justo mientras Cromwell entraba por la puerta con una caja de donuts y una botella de bebida energética azucarada. Cuando reparó en mi mirada desde el sillón, rompió de nuevo a reír.

–Te ha dado un buen vahído. ¡JAJAJAJAJA!

Yo todavía no alcancé a responder nada más allá de un suspiro. Pero comenzaba a volver en mi mismo.

Me tendió los dulces y me los comí con ansia pero dificultad. Al poco rato recobré totalmente la entereza, a pesar de que la verde y densa miasma de humo no se había ido a ninguna parte.

–Vamos a tomar una cerveza, anda –dijo el viejo, sin dejar de reír, cuando por fin me levanté lentamente de la butaca–. Pero antes, deja por ahí el bulto que recogiste en la tienda de Hildegard.

Lo sustraje de mi chaqueta y allí lo dejé. Luego, emergimos del alcantarillado y nos dirigimos, como siempre, al Occulum, nuestro antro de confianza. Estaba desierto (a excepción de los cuatro habituales colgados que parecen vivir allí), como resultaba previsible, siendo miércoles. Ello no nos impidió dedicar un rato a beber varias pintas de cerveza y un par de chupitos, mientras trataba de revelar con mi conversación ciertas tramas ocultas en el cuadro que me acababa de mostrar, las cuales me resultaban imposibles de entender. Él desviaba el tema, insistiendo en que no se debe hablar demasiado de una obra no acabada.

Hablamos de muchas otras cosas, en nuestra línea habitual de diálogo cambiante, acalorado y demencial. Pero también guardamos silencio durante mucho rato, dado que el Silencio resulta extremadamente valioso (incluso más que el habla). Finalmente, nos despedimos cuando el bar ya no daba mucho más de sí, poco antes del cierre. Ha sido una noche tranquila de fumada, charla y cerveza. Mañana seguramente haya más ambiente, y podamos celebrar mi 33 cumpleaños debidamente.

Una vez en casa, llené abundantemente el platito de Crowley, cogí el libro que estoy leyendo y me retiré a dormir al sótano de la avenida sombría, desde el que estoy escribiendo este texto. Ahora leeré hasta caer dormido. No tengo nada más que decir.

Buenas noches y dulces sueños.

 

*****

 

Ya es por la tarde, concretamente las seis y dieciocho. Debo haber dormido unas diez horas. No recuerdo mis sueños, y no tengo tiempo de explayarme escribiendo, debo levantarme del colchón e irme de aquí. Hoy es jueves, y la víspera de mi cumpleaños. Además, se acerca el cuarto menguante.

Buena tarde.

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