Jornada Normal

8 de Junio.

 

Medianoche. El reloj marca las 0:13, para ser concreto. He tenido un día bastante duro. Estoy exhausto.

Por la mañana, desayuné churros y tomé un café en el bar de los periodistas. Después, estuve realizando unos asuntos y recados concernientes a la recopilación de documentación y materiales para el Ritual de Alta Nigromancia que estamos preparando Cromwell y yo.

Estuve en la planta sin ventanas de la biblioteca local, esa a la que sólo se puede acceder hackeando los ascensores. Supuestamente, la existencia no oficial de esa cámara, oculta al público general, está justificada por el almacenamiento de papeles antiguos o filmografías que puedan resultar frágiles ante la iluminación convencional, por tanto, toda la planta está ambientada con una tibia luz negra que solo alumbra ciertas franjas del techo.

Sustraje un ejemplar del año 1666 llamado Delomelanicón, manuscrito por Aristedem Torquia, quien ardió en una de las hogueras de la inquisición el año después de escribirlo. También, un libro de recetas de cocina con abortos, menstruaciones, semen, placentas… Recetario Escatológico de la Vía Mater, se llama. De autoría anónima.

Como siempre, presenté mi privilegio y licencia en Nombre de la Orden del Oscuro Atardecer, para poder tomar prestados tales ejemplares.

La entidad que rige ese piso secreto de la biblioteca, es una silenciosa y estremecedora silueta antropomorfa y andrógina de tamaño cambiante. Su cabeza calva y sin cejas, con expresión de eterna aversión, entre la sorpresa y la serenidad inquietante, parece una máscara marmórea con labios afilados y ojos vidriosos, los cuales jamás he visto parpadear. Al contemplarme a lo lejos, desde detrás del expositor en el que siempre aguarda, como una estatua inerte, su talla no es superior a metro y medio; de tal forma que su cabeza con forma de huevo blanco inverso tan sólo levanta un palmo por encima de la mesa del expositor. Al acercarme, en cambio, su estatura aumenta estrepitosamente al mismo tiempo que me aproximo a su posición, de forma que al llegar al escritorio para que me selle los libros, llega a medir alrededor de los tres metros…

Una vez más, este ser (cuya naturaleza aún me sigue resultando demasiado desconcertante) tomó los dos libros que dejé sobre su mesa y los aproximó a sus diminutos ojos. Los observó durante unos pocos segundos, primero uno, y luego otro. Después, me los devolvió, mientras volvía a clavar su mirada en mi. Me retiré inmediatamente de allí con los documentos y las densas vibraciones que normalmente debo aguantar en ese lugar.

Al salir de aquella sala hermética y sin oxígeno ni luz, decidí hacer un receso para tomar una caña en el bar de enfrente de la biblioteca.

Luego, acudí al convento. Uno de los ingredientes que aún nos faltan para la tintura impía que debemos elaborar, es la sangre del himen de una monja católica. No me veo capaz de extraerlo de forma forzosa, porque no me considero esa clase de hombre, y de hecho la idea me repugna. Así pues, continué tratando de corromper, sin utilizar la Magia, tan sólo la seducción, a mi amiga novicia. Llevo quedando con ella varias semanas, desde que cortésmente me presenté aquella tarde, tras verla sola cargando con demasiadas bolsas para una sola persona, y me ofrecí a ayudarla a transportarlas.

En esta ocasión no habíamos quedado, pues ella no puede abandonar el convento salvo unas horas de cada viernes, para realizar recados para todas sus hermanas y pasear. No obstante, decidí visitarla de sorpresa, sabiendo que estaría en aquellos momentos leyendo a solas en su celda. Como ya he sido invitado con anterioridad a ese templo, no me resultó difícil infiltrarme y pasar desapercibido entre los domingueros que acudían a comprar pastas y pastelitos de elaboración casera. Utilizando mis mejores habilidades de ocultación, atravesé los fríos y oscuros pasillos de altas techumbres y escalinatas hasta llegar a la puertecita de la habitación de Sor Marina.

Golpeé una sola vez con los nudillos, y su rubor y sobresalto al abrirla aceleraron su corazón hasta tal punto que sus latidos me resultaron claramente audibles. Le dediqué mi más sincera y devota sonrisa a su belleza inocente, encerrada tras los velos del hábito, el cual vestía durante todas las horas de sol, incluso en su propia habitación.

–No puedes estar aquí –dijo inmediatamente, más molesta que complacida por verme, mirando incómoda y extremadamente nerviosa a cada lado del pasillo.

–Sólo quería verte un ratito –respondí yo.

Ella me miró con ternura y preocupación. Siempre que nos vemos, noto una aversión en la profundidad de su mirada, un miedo arraigado al horror que su dios le impone sobre el deseo que sentimos el uno por el otro. También, siempre que estoy cerca de ella, puedo oír su corazón y oler su virginidad; y esto hace que mi mandíbula se prolongue y mis colmillos se alarguen y afilen… Sin perder la sonrisa, cerré los labios para disimular este hecho.

Empezó a decir algo, claramente disuasorio. Noté que tomaba aire, cargada de culpabilidad, con la intención de susurrar temblorosamente lo que claramente iba a ser un nuevo intento de expulsarme de aquel hogar inmaculado. Pero la interrumpí.

–Venga, nos fumamos un porrín, charlamos un rato de cómo nos ha ido el finde, y luego me voy literalmente por la ventana que da al patio. Como hemos hecho otras veces. No pasa nada.

Sonrió tímidamente y me agarró de la chaqueta para introducirme en su habitación, antes de que alguna superiora nos viese u oyese por el pasillo charlando.

Cerró la puerta a mi espalda y, ni corta ni perezosa, extrajo del cajón de su humilde tocador su saquito de tabaco.

–Bueno, ¿qué? –dijo, mirándome divertida– Me dejas liar a mi, ¿no?

Me reí y le tendí mi último porro. En el momento de palpar mis bolsillos para dárselo, caí en la cuenta que no había traído ningún vial ni frasco, con que sería imperdonable por mi parte haberla desvirgado esta misma mañana. Aquello, realmente, me resultó un ligero alivio, pues estaba comenzando en ese preciso momento a notar el zumbar lejano de mi mente y la fatiga en el cuerpo por no haber dormido en más de 28 horas. Cuando nuestra cópula suceda, quiero haber descansado correctamente y estar en mi mayor potencial físico, emocional y espiritual; para llevarla allá hasta donde su fe jamás podrá, y hacerle sentir el verdadero éxtasis de la carne. Quiero llevar a cabo con ella toda una práctica de Magia Sexual, que la arrebate de las frías y pútridas manos de su dios impotente.

–No lo cargues mucho –comenté, mientras la observaba liar todo el cogollo que le había dado–. Quería que me quedase algo para esta tarde…

–Tú puedes pillar, yo lo tengo más difícil –señaló ella, muy acertadamente.

Abrió la pequeña ventana y encendió su velita blanca de vainilla con un pequeño mechero bic blanco decorado con una estampita de la virgen María. Luego, extrajo una barrita de incienso de jazmín y lo situó en ese soporte con forma de crucifijo de madera, que desde la perspectiva en la que está colocado, siempre parece una cruz invertida.

Al notar nuevamente este hecho, sonreí para mis adentros. Me agrada el aroma de ese incienso, aunque yo no suelo usarlo. Y eso que aún tengo por ahí la cajita que me regaló Marina, precisamente.

Estuvimos tan sólo unos veinte minutos fumando y hablando dulcemente. Veinte minutos que a mi se me pasaron como si sólo hubiesen sido dos.

Después, irrumpieron esas campanadas de las doce del mediodía, que las conminan a todas a sus liturgias diarias. Me fascina el rollo de ese aquelarre católico, prohibicionista y medieval. Ella rompió a toser, aterrorizada.

–¡Ahora sí tienes que irte! –exclamó tosiendo, mientras disipaba nerviosamente con la mano la nube de humo delante de su cara, y me pasaba el canuto.

Le planté un beso en la mejilla y me escabullí por la ventana. Me encaramé por el muro del patio, como un gato, hasta un patio trasero privado donde apuré las últimas caladas del porro que no pudimos terminar juntos. Desde allí, me dirigí a mi siguiente asunto.

Acudí dando un paseo hasta el río. Durante mi camino, dos perros enormes, uno blanco y otro negro, se enzarzaron en una ruidosa pelea. Sus dueños agarraban sus correas con tensión desesperada. Continué mi trayectoria tratando de darle un sentido a este símbolo. Quizás esté relacionado con mi lucha interna entre dos de mis arquetipos personales… En el río, estuve meditando a la sombra unas cuantas horas, sumiéndome en la serenidad absoluta, en el calor suave y soportable de Junio, en la armonía del cantar de los pájaros, y en el dinámico, constante y ordenado fluir del agua. Pude sentir como, a pesar de la irradiación inmisericorde del Astro Sol, mis sentidos mágicos seguían prácticamente igual de agudizados de lo que estuvieron durante el Ritual de la otra noche.

Tras esto, antes de volver a mi hogar, compré una barra de pan en el supermercado y acudí a uno de los pisos desde los que distribuye Cromwell su material, dado que Marina me había dejado sin porros.

Ya que aún era bien entrado el día, no podía reunirme con el Magister en persona, por lo que acudí a uno de los pisos francos que tiene custodiados por sus acólitos nomuertos.

Cromwell controla la distribución de prácticamente cualquier substancia estupefaciente en nueve de los principales distritos de la urbe. Su red de tráfico la sostienen sus siervos de las Sombras. Mortales pusilánimes y débiles que acudieron a él, desde su infinita ignorancia, demandándole pueriles antojos; y que fueron drenados por el brujo hasta consumirlos, para después inyectar en ellos su injerto de control psíquico. Meros cadáveres andantes que sirven de títeres para mi Maestro. Desconozco cuántos tiene exactamente, pero alguno de ellos me provee de ciertos favores que pueda necesitar cuando Cromwell no puede personarse físicamente para prestarme su ayuda o consejo.

Llamé a la puerta y, a los pocos minutos, me abrió aquel hombre gigantesco y pálido, con su boca entreabierta y babeante; su párpado derecho fuertemente guiñado, como si fuese tuerto, y el izquierdo abierto en una mirada perezosa, como si estuviese extremadamente fumado.

Articulaba, como siempre, vanos intentos de palabra que resultaban en balbuceos y graznidos sin sentido. En vida, aquel gigantesco hombre fue un matón llamado Bob Wright, un personaje de lo más abyecto, estúpido y brutal. A raíz de una cuenta pendiente con Cromwell que se prolongó demasiado en el tiempo, acabó transformado en aquel orco embrujado. No creo que haya mucha diferencia entre su vida anterior y su nomuerte actual…

Me guió hacia el interior de aquel piso repulsivo, en el que me adentré no sin mi habitual escrupulosidad ante un entorno tan infecto, sin ocultar lo más mínimo las muecas de asco que los vapores de aquel lugar me ocasionan.

–Cinco gramos –le ordené al gólem putrefacto.

En cuanto terminó de separarlos, mientras su mano se elevaba para entregármelos, como movida por un resorte, sucedió algo totalmente inesperado.

Su cabeza, como agitada por una especie de convulsión muscular, se volcó repentinamente hacia atrás. El cuerpo del acólito nomuerto comenzó a retorcerse y temblar en espasmos preocupantes, mientras permanecía rígido de pie ante mi. Su cabeza se retorcía, y extrañas muecas que nunca le había visto hacer deformaban su rostro cinéreo, mientras balbuceaba y babeaba de forma lastimosa.

Finalmente, se quedó quieto y dirigió de nuevo su mirada fulminantemente hacia mi. Por primera vez en todos los años que llevo viendo a esta criatura, su párpado derecho se abrió repentinamente, mientras que el izquierdo se entornó aún más de lo que siempre permanecía, ocultando prácticamente por completo la pupila, mas sin cerrarse del todo.

El ojo que reveló el párpado derecho era completamente blanco, pero al cabo de unos segundos rotó hacia abajo revelando un iris plateado y pálido que me resultó inconfundible. Era la misma mirada exacta del ojo diestro de mi Mentor, pero en un globo ocular considerablemente más maltrecho y vidrioso, dada la putrefacción de la carne muerta.

El gólem, entonces, hizo otra cosa que jamás había hecho hasta hoy: habló. Su voz sonó como dos voces simultáneas. Una era el balbuceante alarido habitual de aquel ser, que esta vez conformaba palabras más o menos inteligibles. Otra era la voz de Cromwell. Ambas hablaban a la vez y decían lo mismo simultáneamente.

–Vástagos bastardos de la lujuria de Babalon –exclamó la doble voz que manaba de la garganta embrujada del acólito cadáver–. ¡Serán devorados sin piedad, a medida que surjan de su sagrado coño, por la misma bestia que Ella cabalga!

–Maestro Cromwell –musité yo, disimulando mi estupefacción–. Le hacía descansando a estas horas del mediodía…

–¡Silencio, mocoso egoísta! –exclamó–. Estaba esperando toparme por fin contigo.

Sus palabras sonaban como si me hablase su eco, transportado tortuosamente desde el fondo de una galería de lamento y posesión demoníaca. El engendro del que brotaba aquella voz no mostraba ninguna expresión en su rostro, más allá de su habitual absoluta ausencia de racionalidad. Tan sólo era el ojo gris de Cromwell, moviéndose y mirándome desde una marioneta de carne putrefacta y hedionda. Como si se tratase de una especie de cámara orgánica de bio-tecnología situada en la cuenca ocular de un cadáver disecado que permanecía rígido como un maniquí, con la mano extendida hacia delante en un gesto amenazador, habiendo soltado los cinco gramos de cogollos de marihuana que sostenía previamente, y que ahora se desperdigaban por el suelo.

–Me has desobedecido, y nos has puesto en peligro a todos –procedió con tono condenatorio en su doble voz–. Por tu maldita culpa, los Superiores Secretos sospechan de nosotros y de nuestra profanación de las cámaras prohibidas de la ciudadela bajo el Sello…

–Eso sólo puede significar que nuestra excursión de anoche no estaba permitida por los designios de los Superiores Secretos, y quien me arrastró a aquella visita fuiste tú, creo recordar –me defendí, tratando de desviar la inevitable bronca, sin cohibir en absoluto mis intentos constantes por provocarle y enfurecerle.

Mi respuesta provocó una pausa, en la que pude imaginar el rostro furibundo y desconcertado de Cromwell, incrédulo como siempre ante mis insurrecciones. El esbirro babeaba mientras el ojo gris del brujo se agitaba, mirándome iracundo.

–¡TE IMPUSE EXPLÍCITA E IMPERIOSAMENTE QUE NO TOCASES EL VELO ANOCHE! –irrumpió aquella terrible voz doble.– ¡ME HAS DEJADO EN EVIDENCIA DELANTE DE TODA LA ORDEN!

El grito provocó que los cimientos mismos del edificio en que nos encontrábamos temblasen, y yo me estremecí.

La criatura, entonces, resopló cansinamente. Se recompuso, y continuó con una tonalidad bien distinta, como si otra entidad hubiese tomado el control del proceso de posesión que estaba sufriendo.

–No pasa nada –dijo–. Vengo a comunicarte que no estoy enfadado, pero tendrás que hacer algo para arreglarlo. O te mataré.

–Joder, Cromwell, sólo estuve…

–SILENCIO –volvió el tipo loco de antes–. Esperarás mis órdenes y desharás lo que sea que hiciste anoche como se te indique. Es preciso y así se hará. A menos que quieras morir.

–Así se hará, Cromwell… –murmuré a regañadientes, deseando que los Superiores Secretos no le comunicasen nada más y, como alguna otra vez ha sucedido, se olvidase de que tengo un castigo pendiente.

–Y una cosa más. Visitarás la tienda de la anciana hoy tras el ocaso. Le dirás que vas de mi parte y que tienes un encargo para mi. Te dará un paquete que no debes abrir. Dentro de dos noches, la víspera de tu cumpleaños, nos reuniremos y me harás entrega de ese paquete.

–De acuerdo.

El títere necromántico de mi mentor me arrebató de las manos la barra de pan que yo sostenía atónito y se la llevó agresivamente a las fauces, mordiendo un buen trozo y masticándolo ruidosamente y con la boca abierta.

Entonces, igual que había aparecido, la Influencia de mi Maestro se marchó de su esbirro, el cual cerró dolientemente el ojo derecho y comenzó a regurgitar las migajas babadas y masticadas.

Soltó la barra de pan, y volvió a convulsionarse violentamente como al principio de nuestro encuentro. Recogí los cogollos del suelo mientras el acólito quedaba de nuevo en modo automático, y me largué asqueado de allí.

Compré otra barra, y también varias botellas de cerveza. Por fin, me pude ir con gran alivio a mi casa tras una mañana muchísimo más larga de lo que a mi me suele gustar. Decidí tomar el autobús, exceptualmente, dado que estaba realmente harto de caminar sin haber dormido.

Una vez en mi propio templo, llené el platito de Crowley, no sin antes estar jugando un rato con él, tirados en el sofá. Luego, sacrifiqué unos cuantos gusanos del terrario, que esta época está más espléndido y lleno de vida que durante en el resto del año; los freí y me los comí junto con ensalada de tomate y lechuga, todo ello regado con una litrona bien fresca de cerveza rubia.

Por la tarde, me dirigí al sótano que tengo okupado en la avenida sombría. Tan sólo se trata de un cuartucho para trabajos profundos, pero allí tengo un colchón bastante cómodo y un edredón nórdico bien mullido, y lo cierto es que ya necesitaba dormir unas cuantas horas.

No obstante, a pesar del silencio que reina en aquel subterráneo diminuto, no logré dormir, o eso creí. Las energías que tengo dispersas por esa sala me invadieron y yo me sumí en una meditación densa y extraña. Sudaba frío. Tenía síntomas similares a la fiebre. Rápidamente, me largué de ese lugar en cuanto mi gnosis empezó a resultar extremadamente agobiante.

Juraría que no pasé más de una o dos horas allí abajo, pero cuando emergí a la superficie ya era de noche.

Pasé por la tienda de Hildegard para recoger el paquete que me había encargado Cromwell. Al entrar en aquel local siniestro, la vieja gitana me dirigió una mirada de desaprobación.

–Qué tarde vienes, chico –dijo.

–Sí, se me ha complicado la noche –me excusé yo–. Lo siento…

–Nada, no te disculpes. Ya sabes que yo estoy aquí hasta la madrugada.

–Cromwell me dijo que tenías un pedido para él.

La bruja se estremeció al oír el apellido de mi Mentor, y nuevamente su rostro me miró con desagrado.

–¡Ah! Ese personaje de Odklas… ¿Cómo le va? ¿Sigue poniéndose a diario hasta las cejas de adrenocromo? ¿No le han excomulgado aún? ¿Mantiene siquiera un mínimo de cordura? –farfulló, mientras se alejaba a la trastienda del local, atravesando el telón púrpura que cubría aquella puerta tras una estantería.

Al rato, volvió con un fardo de seda negra y brillante.

–No sé para qué demonios queréis esto, ni quiero saber qué os traéis entre manos el viejo y tú, pero más vale que os andéis con cuidado –me advirtió, mientras me hacía entrega del misterioso bulto.

Me despedí y me fui de la tienda de Hildegard de nuevo a mi hogar, dando un breve paseo. El resto es justamente el inicio de este mismo texto. No tardaré en acostarme, y hoy procuraré dormir doce horas o más. Alimentaré a Crowley y veré alguna película o documental mientras me atrapa definitivamente Morfeo, espero tener más suerte enfrentándome al sueño de la que he tenido durante toda la tarde encerrado en ese extraño cubículo… La idea de una nueva temporada en el abismo del terrible insomnio me resulta aterradora.

Buena noche.

Propicia sea.

 

*****


Mañana. Emerjo perezosamente del Plano Onírico, de donde traigo visiones agónicas del Laberinto Astral, medio recordadas; claramente descartadas en su mayor parte por mi consciencia al entrar en vigilia ahora, cuando el reloj de mi mesilla de noche marca exactamente las 11:11 de la mañana.

No podía dejar de huir, aunque al principio del sueño me encontraba meditando en una oscura e inquietante playa. Una plata triste, aunque serena, de cielo encapotado. Las olas marcaban lejanamente el ritmo del bombeo de mi corazón, el cual sentía y oía como mil corazones. Al poco de encontrarme en aquella costa, de hecho, pude reparar en que a mi alrededor había miles de corazones negros y latientes, desperdigados por la blanca arena, manando sangre escarlata y densa como cera de vela.

Entonces, me levanté y me fui de aquella playa, y estaba de pronto en una grandísima estructura laberíntica, sin ventanas, colosal… Las vibraciones eran las mismas que se sienten al estar en una de esas macilentas y titánicas catedrales al capital, llamadas centros comerciales. Pero, en esta visión, estaba desierto de seres humanos lobotomizados, glotones y consumidores. Tampoco estaban allí las luces hipnotizantes y embaucadoras, ni la música con anuncios por megafonía habituales. Tan sólo se sentía una ignominiosa y omnisciente presencia que vigilaba desde las sombras y desde el silencio.

Al principio de mi paseo por aquel lugar, mi calma era tan absoluta como la oscuridad y la quietud circundantes. Sin embargo, al cabo de un rato, algo me impuso desesperadamente huir de allí. Al no encontrar una salida, deambulé desesperado por los pisos, subiendo y bajando escaleras mecánicas, escondiéndome en los ascensores, tratando constantemente de evadir esa presencia que ni sé explicar ni recuerdo con nitidez.

Algo me hacía sentir, cada vez con más rotundidad, que estaba sobre el sello del mismísimo Infierno, el cual se estaba manifestando en la forma de uno de los sitios en los que más odio estar. Pero, entonces, ya no estaba allí, si no en una especie de fortaleza de arcilla roja. Se oían ruidos de engranajes. Así como bramidos y gruñidos monstruosos.

Me encontré con un hombre giboso y encapuchado que vestía abundantes harapos rojizos y negros, y portaba una caja en sus manos de esqueleto, a la que miraba obsesivamente.

Cuando me aproximé a él, tratando de establecer contacto, me dijo algo… Pero no logro recordarlo. Después de eso, estaba en otro lugar. Una galería monstruosa que parecía la garganta de una serpiente gigante. Tan sólo podía escuchar una especie de alarido múltiple, como una legión de voces que proclamaban gritos desesperados. Sentí que me descomponía mi propia agonía.

Entonces desperté, arrancado de aquel lugar horrible por los no tan horribles ruidos de Babylon. Tengo más sensaciones derivadas de este sueño, de esas que no son descriptibles con palabras, por tan sutiles e inconscientes como llegan a resultar. Además, me orino en abundancia, por lo que voy a dejar de escribir y levantarme de la cama para aliviarme y ocuparme de mis asuntos de hoy.

Buen día.

Próspero sea.

 

 

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