Exégesis de la Palabra Perdida


Tras la tormenta, las nubes se habían disipado y el firmamento comenzaba a desvanecerse ante la dorada e invicta llama del amanecer, en el horizonte. 

Él se encontraba en el exterior, descalzo y de pie sobre el césped del jardín sin sentir ni el frío ni la humedad que le calaban los huesos y la carne; plantado con la frente en alto, encapuchado en medio de la madrugada, contemplando la finísima Lúnula, que estaba en el punto más alto del cielo en ese preciso instante, y refulgía aún con fuerza a pesar de estar en una fase tan menguante, luchando contra el inevitable avance del Sol, similar a una siniestra y sobrenatural sonrisa argéntea, esporádicamente cubierta por las nubes de pura oscuridad que todavía pululaban tras la tormenta de aquella noche de verano. 

Las gotas de lluvia acumuladas en el tejado y en los canalones caían pesadamente provocando chasquidos en el suelo, mientras la madera del tejado crujía quejosamente.

Los murciélagos pasaban zumbando literalmente a centímetros de su cabeza, tanto era así que alcanzaba a escuchar sus alas batiendo, hasta el punto de conseguir asustarlo a veces, dado que parecía que iban a chocar contra él. Sus fugaces y tenebrosas sombras surcaban con gran celeridad el pálido cielo, eran tantos que resultaba imposible tratar de contarlos. Le gustaba pensar que los murciélagos eran emisarios o esbirros de algo más grande, más oscuro y más espectral...

Entre tanto, un madrugador y ronco gallo se desgañitaba en las proximidades, despertando a los perros de la finca vecina, algunos de los cuales ya ladraban violentamente; mas interrumpiéndose misteriosamente cada poco y dejando desconcertantes pausas entre sus ladridos y aullidos. 

Aquel mes de agosto, que ya moría, había sido un sueño del que no quería despertar. La perfecta culminación del verano más inolvidable de toda su vida hasta entonces. El apogeo de un proceso de abrumadora transformación que había comenzado en junio y que había cambiado su vida para siempre. 

Estaba en contacto, comunión, paz y armonía con el universo y consigo mismo, extremadamente perceptivo a nivel sensible y suprasensible. Permanecía atento a los Signos, trataba constantemente de amplificar las fronteras de su mente y llenarla de nuevos y subrepticios conocimientos herméticos. Buscando las Musas más oscuras…

En aquel instante, mientras meditaba saboreando estos pensamientos y la humedad de la que estaba cargada la atmósfera, le interrumpió la paz interior el desgarrador chillido de aquella extraña ave que, algunas noches, destrozaba la monótona quietud de la banda sonora de grillos y luciérnagas para infundir el más profundo pánico en los corazones de todo ser vivo que la oía. Su abuela solía decir que aquel ser era una suerte de lechuza blanca y enorme que anidaba en algún lugar del tejado. Pero aquello no parecía venido de este mundo...

Con el susto del graznido demoníaco aún en el corazón, sin haber pasado aún ni un segundo; sintió una especie de violento y rotundo flechazo en su cráneo, de la nuca a la frente; acompañado de un pinchazo de infinito dolor en el cerebro. No perdió la consciencia, si no que se llevó abruptamente la mano a la cabeza para comprobar que, de hecho, nadie le había disparado una flecha. Entonces, repentinamente, sus pupilas se elevaron sin su control hasta que sus ojos quedaron totalmente en blanco; y cayó en peso muerto al suelo.

Después, despertó en un lugar que recordaba de sus pesadillas, habituales y terribles... una galería oscura y húmeda con forma de túnel, repulsiva, palpitante y cambiante; con paredes carnosas que manaban una viscosidad verde, indescriptible y nauseabunda. Pero esta vez lo sentía más real de lo que se recuerdan las pesadillas... sentía que lo estaba percibiendo desde la consciencia. Entonces, aterrado, descubrió que no tenía más recuerdos que sus propias pesadillas. Absolutamente todo lo demás había desaparecido (si es que alguna vez hubo algo más) y,  de hecho, no tenía ni tan siquiera una verdadera noción de quién (o qué) era él mismo. Tan solo reconocía el terrible lugar en el que se encontraba, aunque no sabía de qué se trataba aquella monstruosa garganta; pero le resultaba inquietantemente familiar. Como si siempre hubiese estado allí, condenado a arrastrarse y descomponerse eternamente en las tinieblas…  Como si no existiese nada más allá de ese oscuro plano de entrañas antinaturales.

Pero entonces; cuando su agonía no podía alcanzar ya mayor grado, llegó el Final… y sus ojos se bañaron en Luz blanca e incólume, y su mente se llenó con la Verdad, y su alma se alivió con el más excelso Éxtasis. Cuando estuvo preparado, su Maestro terminó de digerirlo en sus oscuras entrañas y lo escupió de nuevo al Reino, a su triste y frágil cuerpo carnal, con sus verdaderos recuerdos, ignotos, ocultos, abyectos, terribles y antiguos; totalmente recuperados... 

Se alzó del césped (en medio de un círculo de barro húmedo y negro que se había formado en el punto en el que había caído, y que parecía un agujero que se acabase de cerrar en el suelo) y, aún descalzo, con la ropa hecha jirones y la carne llena de pústulas y quemaduras de la corrosiva saliva de su Señor; sin tomar ninguna de sus triviales pertenencias materiales (puesto que ya no tenía pulsiones costumbristas de ningún tipo), caminó fuera de su casa, fuera de la granja, fuera del pueblo; con el rostro desencajado en una furibunda expresión imposible para la musculatura de la cara e indiscutiblemente aterradora para quien la viese... y con el amanecer imponiéndose se dirigió hacia la ciudad, caminando por el medio de la carretera rural. 

Había sido reclutado. Había sido Elegido. En el momento preciso de su vida en que su Amo le sintió preparado, le absorbió y le entregó un alma nueva, sin las restricciones impuestas a la carne por la maldición del Pecado Original. Ahora, su vida era enteramente una misión de su Maestro y su mente no era más que una idea en la mente de Él, como todas las mentes de sus hermanos y hermanas de la Congregación. Se le había revelado todo esto, y grandes y antiguos saberes que retorcerían y enloquecerían su anterior cognición; saberes del principio de los tiempos, y de mundos más allá del universo conocido. Mundos oscuros, misteriosos e incomprensibles para la razón humana...

Pero a pesar de todo ello su mente estaba vacía. El muchacho que era hacía apenas un rato solía darle vueltas en la cabeza a absolutamente todo aquello con lo que se topaba. Todo le parecían señales fascinantes de entidades más allá de la percepción y la comprensión. Pero su transformación le había renovado gloriosamente. Le había ahorrado décadas de estudio, entrenamiento, práctica, meditación y expansión espiritual. Su nuevo Maestro, al devorarle y escupirle de nuevo, le había imbuido de una fuerza, sabiduría y poder extraordinarios, inconcebibles e inconmensurables. Pero sólo tenían un propósito: Traerle a Él de vuelta. Ya no tenía Voluntad más allá de la de su Señor Oscuro. Y, curiosamente, fue precisamente ésta la primera reflexión propia que tuvo desde su conversión...

La luz del Sol le estaba abrasando, el camino era largo y agotador; su piel se caía a jirones, grises oscuros como trozos de papel hechos ceniza; y ya no podía ver nada, mas no sentía dolor alguno ni calidez de ningún tipo.

Sabía que en cuanto llegase a las frías, húmedas y laberínticas Catacumbas de la ciudad –las Profundidades– con su Congregación, restablecerían y sanarían su resquebrajado cuerpo mortal, y no necesitaba ver; pues sentía constantemente en su cabeza la vibrante, solemne y profunda Voz de su Señor. 

No la oía; pero se le clavaba en el cerebro; ya que la Lengua que hablaba su Maestro no era audible para sus oídos humanos, no era de sonido, sino de pura energía, de puro pánico y fervor extrasensorial que se grababa e impregnaba en cada partícula del alma; como un denso y oscuro vapor, que lo corroía y lo deformaba todo... Guiándole e iluminándole con tal firmeza y amor paternal que podrían obnubilar al mismo Sol, en medio de un laberinto de tinieblas.

Era glorioso caminar alzándose por encima de la masa informe de mortales que le huían despavoridos y atónitos al contemplar su macabro rostro y aspecto inhumano, calcinado y pútrido. 

Sabía bien que ellos no eran más que simples cáscaras vacías mientras que él había sido escogido como recipiente o receptáculo para albergar algo que, con tan solo con lograr imaginarlo, podría retorcer, destrozar y desquiciar todas sus minúsculas e irrisorias mentes conscientes... 

Otros se habrían vuelto locos o se habrían disuelto para siempre con tan solo pasar un segundo Allí en carne y hueso como había hecho él. 

La inmensa mayoría de quienes están preparados y son dignos, precisan meses y hasta años de toma de contacto, de forma progresiva y cuidadosa, a través de los sueños; para evitar que su mente y su alma se disgreguen y disuelvan en Su pletórica y abrasadora Luz... 

Aunque, a fin de cuentas, ahora entendía que esas terribles pesadillas que sufría el muchacho que era antes de aquel día de agosto, no fueron más que esa preparación y toma de contacto con su Maestro... 

Esta fue la segunda reflexión propia que alcanzó a tener, por encima del ensordecedor eco del murmullo suprasensorial de las Palabras de su Señor; y le hizo sentir fuerte y protegido...

La tercera reflexión que tuvo en su camino por las carreteras de los pueblos hacia la ciudad, fue más bien una sensación; una emoción. Algo inexplicable e indescriptible. En medio de la mole de sombras terribles que ahora le habitaban surgió una pequeña llamarada ocre, cálida; que en cuestión de segundos se volvió azulada, pálida, lejana y tibia. 

Una especie de sentimiento de nostalgia, de apego; hacia aquella ignorancia y armonía previa, hacia el libre albedrío, hacia la mortalidad, el desconocimiento y la cotidianidad. 

Al parecer, con la transformación no se había eliminado parte de ese núcleo invisible, inamovible e impenetrable que se hacina en lo más profundo y recóndito de todos y cada uno, esa base inmaculada, virginal e íntima; esa pureza radiante e inocente que habita cada cosa viva y que la mantiene conectada con la armonía cósmica, ese manantial inexplorado e inexpugnable de purificación y esperanza, enteramente propio... Que no se puede destruir porque no se podría mantener el cuerpo activo y “con vida” salvo con ello ahí encerrado, y porque su cáscara es demasiado resistente... 

Y en aquel momento, la ensordecedora, punzante, tóxica y taladradora vibración que su Maestro inyectaba directamente en sus sesos y entrañas mortales; se elevó hasta frenar sus airosos e iracundos pasos y clavar sus rodillas en el suelo con terribles espasmos de dolor y pánico, interrumpiendo sus reflexiones y pensamientos al respecto de lo anterior con pavorosas visiones y estímulos sensitivos de sus repugnantes y perniciosas Galerías vivientes... 

Luego, cuando su mente se volvió de nuevo una con esa demencial y venenosa letanía que lo poseía; y él se volvió de nuevo uno con su Maestro; recobró la sobrenatural fuerza muscular, se levantó estirando las piernas de una forma anatómicamente imposible, y continuó con firmeza su marcha. 

Una vez llegó por fin a la ciudad, se presentó ante las imponentes puertas de puntiagudas y decrépitas verjas del antiguo parque; dónde le aguardaba un pequeño gato gris sin cabeza; que se movía de forma inquietante en torno a una alcantarilla. Entonces, arrancó la tapa de dicha alcantarilla con una sola mano y, antes de que pudiese lanzarse, el cuerpo de gato macilento sin cabeza se desvaneció y él fue irrefrenablemente empujado y absorbido hacia el agujero en el suelo con una fuerza invisible y tan bestial que consiguió romperle varios huesos y deformar su frágil carne de una forma grotesca.

Calló hecho un amasijo de sangre y vísceras en un repugnante reguero de alcantarilla, sobre cuyo denso, fétido y corredizo légamo negro flotaban ratas muertas (o trozos de ratas) con llagas y laceraciones sobre su descompuesto y putrefacto pelaje, mutilaciones, incisiones, decapitaciones o malformaciones propias de un escándalo nuclear. Se alzó como un macabro títere y comenzó a adentrarse más en las Profundidades.

“Por fin en casa.” Pensó.


*****


Y así avanzó lenta y dolorosamente, arrastrando los pies por los oscuros y repugnantes regueros de mierda de las Profundidades, ciego y mutilado, guiado por la terrible e ignominiosa Voz; hasta llegar a la puerta de una antigua cripta. Allí aguardaba un encapuchado vestido de negro cuyo rostro estaba en la sombra a excepción de su monstruosa boca, que era pálida y macilenta, sin labios; y surcada de rajas de sangre reseca. Cuando el inquietante desconocido le vio, esa boca se desdibujó en una macabra sonrisa que dejó ver claramente sus afilados colmillos de bestia... no dijo una sola palabra, pero en el momento en que el encapuchado comenzó a abrir la pesada puerta de la cripta, él supo inmediatamente que debía seguirle. 

Le condujo a través de las antiguas y laberínticas catacumbas que se situaban bajo los cimientos de la ciudad; restos históricos ruinosos cuya existencia, a nivel oficial, era un mito. Construidos por antiguas civilizaciones, lejanas en el olvido, que se asentaron sobre el lugar en un remoto pasado. Vibrando aún con el eco de sádicas adoraciones a dioses oscuros y caóticos. La demencia, el pánico y el dolor eran palpables, sellados ahí abajo junto con una de las más ancianas y malignas monstruosidades de la Creación; hacinados todos durante milenios... En algunas galerías se apilaban las calaveras sobre las paredes o pilares, o conformando estructuras y altares en esquinas. Seguramente, se trataba de restos cadavéricos de las anteriores Congregaciones. 

Ninguno de los dos caminantes llevaba antorcha ni linterna, pero ambos podían ver en las tinieblas (y, de hecho, como más tarde averiguaría; el encapuchado carecía de globos oculares).

Finalmente, al fondo de una galería cuyas paredes estaban cubiertas totalmente por cráneos y huesos; llegaron a una arcada cerrada con una gruesa cortina, negra y roída; a través de cuyos resquebrajamientos se filtraba una tenue y sobrenatural luz verde. Se oían también psicodélicas salmodias susurradas proviniendo de aquella cámara. Antes de adentrarse, su guía se descalzó. A él no le hizo falta, pues había andado todo el camino descalzo. 

Una vez atravesaron ambos hermanos la cortina bajo la arcada, se encontraron ante un Templo con forma de anfiteatro, cuyo techo era una cúpula con dibujos abstractos en blanco y negro de trazo tentacular y flamígero... Al igual que en la galería contigua, las paredes estaban envueltas por cráneos, pero dejaban multitud de agujeros y oquedades a distintas alturas que se adentraban en la pared y que se dirigían a Dios sabría dónde. 

Cerca del centro de la sala había un altar con un trono sobre el que estaba sentado un hombre enorme (mediría entorno a tres metros y sus brazos eran más gruesos que el tronco medio de un ser humano adulto) apenas mutilado, musculoso con la cabeza descubierta y mostrando una poblada, espesa y salvaje barba morena pero canosa; y una cabeza rapada con múltiples símbolos y signos circulares grabados a sangre tanto sobre ella como sobre su pecho, el cual estaba parcialmente descubierto por la túnica amarilla que vestía. Tenía los ojos muy abiertos y totalmente en blanco, sin pestañear ni mover un sólo músculo… 

Aquel hombre anciano y gigante era Einar Eisenghüll, o al menos ese era su nombre antes de convertirse en el huésped o receptáculo del Maestro, y sería su encarnación esta noche una vez más. Llevaba en ese estado durante años; sin envejecer, sin alimentarse, sin respirar, inerte, en una especie de coma auto inducido mediante meditación extrema y aislamiento sensorial. Era el único humano conocido que resultaba apto y capacitado para sostener en su interior la mismísima Mirada del Maestro, su Voz, su Esencia, su Núcleo; sin que esto le destrozase por completo o le redujese a un amasijo de cinéreos huesos triturados. El más poderoso de la Congregación. 

Mientras le contemplaba, con cierto grado de fascinación y devoción; no pudo evitar pensar que, en realidad, tan solo estaba viendo una silla vacía, una cáscara hueca, una túnica de carne que más tarde ocuparía su Señor, el cual estaba simultáneamente ahí con ellos y ausente por el momento, ya que no se presentaría en toda su magnificencia hasta varias horas más tarde – cuando efectuasen la invocación inicial – para asistir con su Congregación a la ceremonia... 

En frente del altar crepitaba sobre una lumbre un enorme y herrumbroso caldero negro con un hirviente y burbujeante lodo verde. Emitía un fulgor que iluminaba toda la estancia. Entorno al caldero, la Congregación formaba un círculo. Todos ellos teratológicos, demasiado grandes o demasiado pequeños, contrahechos, retorcidos, deformados y monstruosos. Todos cubriendo sus cuerpos y rostros de pesadilla con túnicas negras encapuchadas, bajo las cuales se intuían formas inconcretas, inhumanas... Entonaban una grave y vibrante melopea que parecía distorsionar ligeramente el ambiente de toda la cámara circular en que se hallaban. 

Aquella noche, todos esos humanoides serían simples células o partículas de uno de los cuerpos que su Maestro podía ocupar. A excepción de Einar; que sería sus mismísimos sesos... 

Los dos encapuchados que se encontraban de pie a ambos lados del trono ocupado por el cuerpo inánime de Einar, sostenían sendos incensarios que manaban un denso vapor blanco similar al que expedía el verde líquido luminiscente de la enorme olla negra. Este humo a los mortales les resultaría tóxico y venenoso, pero a ellos solo les resultaba embriagador al respirarlo.

Aquel que le había acompañado al Templo se acercó a una de los extremos de la cámara y se inclinó sobre un baúl de madera que había en el suelo. Lo abrió y extrajo del mismo una túnica negra con capucha, un cáliz de plata, una punta alargada de obsidiana y un pequeño, envejecido y decrépito cuaderno de tapas de cuero negro. Le tendió la túnica y luego se subió al altar, ante la olla, quedando situado delante del trono de espaldas al imponente cuerpo de Einar. Alzó los brazos y, de nuevo, el recién incorporado supo que debía desnudarse y aproximarse al gran caldero negro. El practicante abrió el cuaderno, pasó unas páginas y comenzó a pronunciar palabras en una lengua arcana, ignota y desconocida, con una voz monstruosa e inhumana que se alzó por encima de la salmodia entonada incesante y monótonamente el resto de la Congregación. 

Mientras el practicante recitaba, el entorno se desdibujó ligeramente, como si poco a poco se fuesen fundiendo las paredes de la capilla con una absoluta e incongruente oscuridad masiva. El recién llegado comenzó a notar en cada fibra de su destrozado cadáver andante una dolorosa vibración que derivó en espasmos. Calló al suelo temblando violentamente y notó de nuevo como su carne estaba retorciéndose y fracturándose. Después, un alivio repentino, con el cual se dio cuenta de que realmente la estructura de su cuerpo se estaba recomponiendo y transformando. Las oraciones del practicante elevaron considerablemente su severidad, su solemnidad, su gravedad, su tono y su volumen justo antes de llegar al punto álgido, al apogeo del proceso. Finalmente, los espasmos y temblores epilépticos de los huesos desplazándose y la carne agrandando y recolocándose sobre dichos huesos; cesaron con un rotundo, doloroso y desgarrador orgasmo. 

Tras esto, cesó inmediatamente la oración. Durante una fracción de segundo, además, el cántico maldito de toda la Congregación se detuvo. El practicante tomó el cáliz plateado y descendió del altar; dirigiéndose hacia el cuerpo del iniciado tendiendo en el suelo. Hundió la copa en la poción verde y le aproximó a la cara un lingotazo luminiscente de aquel misterioso caldo. Al beber, notó como todo su interior ardía. Primero su garganta, sus pulmones, su corazón... luego su estómago y su abdomen. Finalmente su vejiga y los músculos de sus piernas. Pero, tras el fuego, se sintió más pletórico y lleno de placer que nunca. Estaba imbuido de una fuerza que le permitiría tumbar fortalezas a patadas. Sintió que su corazón era de pronto más grande, más pesado; pero también más ágil. Bombeaba calmado pero con una fuerza abrumadora. Notaba y oía en su interior sus rotundos y profundos latidos. Su sangre fluía hirviente y con gran celeridad. Sintió que llenaba su cerebro toda la sabiduría del Universo. Ahora podía ver en las sombras; y no sólo literalmente... Percibió que su cuerpo y su masa muscular habían aumentado con respecto a quien era la noche previa. Había completado su bautizo de luz, su iniciación, y ahora ya era un ser nuevo, con un cuerpo nuevo. De hecho, sintió que le sobraba sangre y, de nuevo instintivamente, sin necesitar ninguna orden ni instrucción; acercó su brazo zurdo a la cazuela. 

Su iniciador tomó esta vez del altar (dejando allí de nuevo el cáliz manchado de titilante tintura verde) la daga de obsidiana, y con ella le efectuó un corte transversal bastante profundo en el antebrazo, del que brotó un chorro considerable de sangre que se vertió sobre el brebaje burbujeante del que acababa de beber para transmutarse y completar su nuevo cuerpo. Su sangre era ahora negruzca y espesa, y la piel de la que brotaba, macilenta y lívida. En pocos segundos, la apertura en su antebrazo se cerró sin dejar cicatriz. Finalmente, se vistió con la túnica negra que le había facilitado previamente su iniciador, se puso la capucha y fue recibido por su Congregación. 

Pasarían todo el día encerrados allí, en las tinieblas. En aquel habitáculo subterráneo alejado del mundo. Celebrando la nueva incorporación, entonando sus impíos cantos, consumiendo narcóticos y estupefacientes, bailando entorno a la pócima en la que todos habían vertido varias gotas de su sangre restablecida. Preparando sus cuerpos, su mente colmena y la estancia en que se hallaban para la comodidad de Su Oscura Presencia; con sus réprobos cantares y los nocivos vahos que brotaban tanto del caldero como de los incensarios,. Después, llegada la noche, el celador de la Congregación tocaría el gong situado detrás del altar del trono, y comenzaría la invocación...


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