Ruega por Nosotros

Los lóbregos y laberínticos corredores del claustro servían de prisión para el recuerdo y el alma. Los muros de fría roca gris parecían ocultar oscuros y recónditos demonios que parasitaban la mente de todos aquellos hermanos cistercienses. 

El Monje observaba la flama de una vela, encerrado en su celda, presa del pánico, la preocupación y la inquietud, sumido en un turbulento silencio. La candela ocre se agitaba sin sosiego, como sus pensamientos. Esto le resultaba extraño pues no había corriente, ya que ventana y puerta estaban herméticamente cerradas, y el ambiente de su cámara era estático y ciertamente cargado. Pero no le dio importancia alguna a este fenómeno, dado que tenía peores sombras sobre su cabeza de las que preocuparse. 

A estas alturas, se había llegado a convencer de que había perdido la cordura. Asumía que su juicio racional, empírico y sensato, le había abandonado para dejar paso en su lugar a una atroz enajenación, que ahora le poseía por completo. O, tal vez, se aferraba a esa certeza para autocompadecerse y justificar su propia atrocidad.

Sabía que sus depravados experimentos no quedarían impunes. Su abad le descubriría, si no lo había hecho ya; convocarían al Tribunal, le juzgarían y le acusarían de brujería.

La espantosa visión de las torturas de la Inquisición retorciendo sus huesos y mutilando su carne vino a él de forma intrusiva, como una cruel lengua de fuego de las profundidades del Infierno, ascendiendo para rozar su pensamiento. Después, las llamaradas, reduciendo su pálida piel a cenizas como si fuese papiro, devorando y derritiendo su enjuto y giboso cuerpo.

Le causó todo ello más terror que la certeza de su propia vesania. Aquella que, se repetía a sí mismo, le había arrastrado a cometer aquellos actos innombrables. Actos atroces que provocaban que se odiase a sí mismo, hasta incluso sentirse merecedor de los acontecimientos inevitables que le deparaban ahora.

No obstante, saber que se lo merecía no le causaba serenidad alguna, ni esta certeza disipaba el miedo que sentía a lo que acontecía; pues él era, ante todo, un cobarde y un pusilánime.

En medio de su desesperación, entre más ansiosas tribulaciones y nuevos augurios oscuros; el crujir y corretear de una rata bajo su escritorio le sobresaltó, acelerando aún más su pulso, y sumergiéndole aún más en la congoja y la conmoción.

Su Orden vivía en la inmundicia, no sólo por su voto de pobreza, si no porque la Iglesia no les enviaba suficientes fondos. Estaba acostumbrado a la compañía de las ratas, con las que convivía. No era aquel roedor lo que, en circunstancias normales, le habría asustado. Era su propia conciencia, agitada e incómoda, en guardia constante, ante la certeza de que en cualquier momento alguien irrumpiese en su celda para prenderle.

Aquel monasterio había sido el foco de múltiples acontecimientos claramente vinculados a las Artes del Diablo. No se podían permitir más polémicas ante el Vaticano. Le purgarían de forma ejemplar e inmisericorde.

Para tratar de distraer su mente, y evitar con ello caer más profundo en el pozo de su terrible exasperación, decidió comenzar a copiar una vieja compilación de alquimia y espagiria que reposaba en su estantería.

Depositó el rollo sobre su escritorio y, mientras colocaba el tintero y la pluma, un enorme y ruidoso moscardón se posó de manera arrogante sobre el pergamino. El Monje, de forma automática, aplastó de un limpio manotazo al incómodo zángano, agarró sus vísceras con esa misma mano, se lo llevó a la boca y lo engulló.

En ese mismo instante, una inesperada y violenta acometida derribó su puerta de un plumazo. Dos figuras encapuchadas y lúgubres asaltaron la estancia. Una de ellas era oronda, corpulenta y enorme como un oso erguido. La otra lánguida, enjuta y mortecina; pero igualmente alta como un árbol. A juzgar por esos rasgos tan característicos, probablemente fuesen los dos perros sabuesos del abad: Frater Einar y Frater Viktor.

Finalmente, el momento de asumir las consecuencias de sus acciones había llegado. El Monje entró en un estado sublime y terminal de pánico atroz al toparse al fin con este hecho. Se enfrentaría ante el Tribunal como un hereje, se le sometería a las más crueles torturas hasta dejarlo exánime; se le expondría al asco, el odio y el miedo de las masas, por las plazas y callejuelas de la ciudad, en su camino a la hoguera, mientras un desconsolado e impertérrito látigo desgarraría la macilenta y escamosa piel de su espalda, hasta dejarlo en carne viva. Carne que sería pasto de las llamas. Y de ahí, directamente a las fauces de Padre Satán, sin misericordia, sin clemencia.

Pero no sucedería exactamente así. Los dos monjes encapuchados acometieron contra él y le redujeron violenta y brutalmente. Luego, le arrastraron sin contemplación a las infames catacumbas bajo el suelo del templo, donde les aguardaba el abad.

Su pensamiento logró formular una suposición que se abrió paso entre la densa y negra niebla de su desesperado estado de ansiedad, mientras sus dos hermanos le llevaban a rastras. No le juzgaría ningún Tribunal, porque el monasterio no podía permitirse más máculas sobre su imagen, y correrían peligro todos ellos si denunciaban un nuevo caso de atrocidades diabólicas a la Santa Inquisición, pues ya eran bastante sospechosos como congregación. Así pues, sería juzgado y sentenciado de forma subrepticia y secreta por su propio abad…

Una vez llegaron al mugriento y sórdido pasadizo de la cripta subterránea, Viktor y Einar le arrojaron al suelo, ante la saya de la sotana de su abad. Allí, el Monje se quedó hincado con la faz contra el suelo, incapaz de moverse tras la brutal paliza que le habían proporcionado sus dos hermanos, maltrecho y respirando doliente y dificultosamente.

Trató de articular palabras, intentó deshacerse en súplicas, plegarias, ruegos, explicaciones… El Abad permanecía flemático e impasible, contemplando desde su gran altura al patético monje, con una ira repulsiva, irracional y fanática en su mirada. Era un hombre extremadamente alto y ancho, como el tronco de un roble. Su cráneo completamente afeitado de cabellera y barba, resultaba en una luna llena rosada, enorme y absolutamente tétrica. Dos brazos descomunales cruzados sobre su pecho. Dos cejas juntas y grises coronando unos ojos azules, tan fríos y crueles como la mismísima indiferencia de Dios.

El Monje lloraba, graznaba y balbuceaba, retorciéndose de dolor, escupiendo sangre y dientes, en un intento de explicarle a su abad que padecía una demoníaca enfermedad, que no era dueño de sus actos, que se sentía enajenado y embrujado, que requería un exorcismo.

Pero su superior dio dos pasos, rodeándole por uno de sus flancos, y le propició una patada en el estómago que estuvo a punto de hacerle perder las tripas por la boca. Luego, miró a sus dos esbirros y les formuló una orden clara y nítida.

–Emparedadle. Y arrojad toda su obra a las llamas. No debéis ojear siquiera ninguno de los ejemplares que haya en su celda, están impíos. Es la Palabra de Satanás, y podría turbar también vuestra lucidez.

El Monje intentó nuevamente suplicar, un doliente alarido inhumano y hasta demoníaco atravesó su garganta. El abad le dio una nueva patada, esta vez en el rostro, dejándole inconsciente. Y los dos acólitos se pusieron a trabajar de inmediato.

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