Aprendiz de Brujo

7 de Junio.

 

Procuraré desarrollar con todo lujo de detalles lo acontecido, antes de proceder con calma en mi Ritual de esta noche.

Para empezar, es la una y media de la madrugada.

Había quedado con mi Maestro exactamente a las ocho y veinte de la tarde en la puerta principal del parque.

Cromwell estaba allí, con su abrigo largo y negro, y su semblante sereno pero turbulento. Portaba una bolsa con asas y una palanca de hierro, ambas agarradas en la mano izquierda. Se encontraba de pie, fumando junto a una farola.

En cuanto llegué, me miró con suspicacia y cierta irritación.

–¿Qué te traes entre manos? –me inquirió, con sus ojos grises clavados en mi alma, mientras arrojaba la colilla del cigarro a un charco.

El temor a que, mediante alguna vía de Clarividencia, hubiese deducido o detectado mis planes de convertir mi ideología en Juramento Sagrado, me invadió. No obstante, para mentirle, coordiné con agilidad mi lenguaje gestual mediante la disciplina que él mismo me había enseñado.

–No, perdóname, Magister. ¿Qué te traes tú entre manos hoy? ¿Con qué nuevas excursiones, aventuras y odiseas alucinantes nos vas a sorprender esta velada? –bromeé, haciéndome el distraído.

Tal y como planeaba, el humor y el entusiasmo se apoderaron del atrabiliario brillo de su mirada, y la conversación se desvió hacia el terreno de mi interés.

–Hoy vamos a observar y estudiar a una entidad muy poderosa… –dijo, haciéndose el misterioso, como siempre hacía.

–¿Con qué fin? –le pregunté yo, tratando de bloquear su halo de misterio.

Cromwell sonrió con sorna y gracia ante mi pregunta, dejando de hecho escapar una risilla, puesto que es él quien me ha inculcado la importancia de cuestionarme el fin último de cada acto.

Sin responderme, se dirigió hacia una alcantarilla de la carretera, frente a la puerta del parque. Dejó el macuto que llevaba junto a ella y, con la palanca, arrancó la tapadera de un único movimiento vigoroso e inmediato, casi imperceptible, que me dejó con los ojos abiertos.

–Hemos de adentrarnos hasta lo más profundo de las ancianas vísceras muertas de la ciudad… Allí encontraremos el siguiente ingrediente para nuestro Ritual de Nigromancia –algo así fue lo que dijo. Luego, bajamos por una ruidosa y temblorosa escalerilla de metal que conectaba el agujero en el suelo con el entramado de galerías del alcantarillado.

Una vez allí abajo, Cromwell extrajo, primeramente, del bolsillo interior de su chaqueta, su enorme y pesado péndulo de obsidiana. Su vidriosa negrura absorbente y absoluta tintineaba entre las sombras del pasillo subterráneo, como un firmamento contenido dentro de un cristal.

Luego, abrió la cremallera de la bolsa que llevaba con él, y de ella extrajo un bulto redondo de tamaño similar al de una pelota de rugby, pero de forma irregular, ovalada…

No tardé en comprobar que lo que cubría ese fardo negro era una cabeza humana, probablemente procedente de todos aquellos restos que habíamos obtenido en nuestra reciente profanación de cadáveres frescos en el Cementerio, con fines puramente litúrgicos.

Aquella cabeza conservaba perfectamente sus rasgos personales, tan sólo la palidez de la muerte había comenzado a hacerse presente, junto con algunas pequeñas pústulas de oscura y purpúrea putrefacción.

Se trataba de un varón joven y muy atractivo, de rasgos finos, pulidos y clásicos. Su expresión ebúrnea denotaba cierta pretenciosidad y banalidad en vida, transformada ahora en una indiferente serenidad más allá de cualquier anhelo. Su mirada era la de un muñeco carente de alma, pero sus ojos permanecían perfectamente conservados. Eran dos ojos azules claros, acuosos y fríos, absolutamente perfectos.

Cromwell, quien agarraba la cadena del péndulo con la mano diestra y la cabeza del joven con la siniestra; situó el instrumento de obsidiana sobre la frente de dicho cráneo.

Hizo temblar suavemente el cristal, tornando sus ojos hacia arriba hasta ponerlos en blanco, mientras simultáneamente vibraba algunas Palabras de Poder entre susurros que no alcancé a comprender…

Parecía que, mediante sus habilidades de Magia Telúrica, se estuviese comunicando de alguna forma con los pocos residuos de mente que quedasen en los sesos secos y reducidos que contenía aquella cabeza, a través de su tembloroso péndulo.

Al terminar, el artilugio de cristal oscuro dejó de vibrar, y el murmullo de mi Mentor cesó rotundamente. La cabeza, quien había permanecido con los ojos entreabiertos en una expresión de serena ausencia de vida (como es natural, al estar muerta), abrió súbitamente los párpados al máximo; como si mirase fijamente a Cromwell, aunque su vista aún parecía perdida en la nada.

El Maestro sonrió y se guardó nuevamente el péndulo. Después, agarró con ambas manos la cabeza y acercó sus labios al ojo izquierdo de ésta, como para besarlo…

El viejo loco comenzó entonces, causándome gran sorpresa y, no voy a negarlo, cierta impresión; a succionar ese ojo como sorbiéndolo con ímpetu. Como si estuviese haciendo un agresivo y desgarrador chupetón. Como si se comiese un yogurt sin cuchara, directamente con la boca. Como si realizase un cunnilingus con menstruación…

Su rostro era de furor, fervor, dedicación y ambrosía. También mostraba cierta rabia y demencia. Parecía intentar arrancar y extirpar el ojo con sus dientes y con su lengua. Los sonidos y chasquidos líquidos de sorber y succionar me resultaban ligeramente desagradables, no voy a negarlo tampoco. Sin embargo, al mismo tiempo, contemplar a mi colega en semejante tesitura me parecía un espectáculo macabro e impresionante.

Al poco, terminó de descuajar y sorber el ojo izquierdo de la cabeza del joven muerto, dejando en su lugar tan solo una cuenca oscura, húmeda y sangrante. Soltó la cabeza, que calló al reguero de mierda a nuestros pies, y me miró sonriente, con enfermizo éxtasis, mostrándome sus dientes enrojecidos. Su expresión era la de un monstruo furibundo, pero divertido y carismático. Yo le devolvía la mirada, fascinado, con expresión de discípulo curioso y absorto.

Cerró los labios y comenzó a gorgotear y gargajear dentro de su boca, como si estuviese conformando un esputo enorme con los fluidos del ojo que había ingerido. Tras un rato de este escatológico sonido, con las mejillas hinchadas como si guardase agua en sus carrillos, emergió lentamente de entre sus labios, el mismo ojo azul frío e inexpresivo que acababa de chupar del rostro de aquel cráneo.

La pupila diminuta rodeada de pálido color celeste, me miraba de forma hipnótica desde la boca de mi Maestro. Sus tres ojos me apuntaban abiertos como platos, conformando un macabro triángulo invertido, con gran burla y sorna dibujada en su rostro de demente ante mi reacción, evidentemente atónita.

Después regurgitó completamente el ojo. Más bien, éste emergió lentamente de entre sus labios hasta quedar suspendido en el aire, donde permaneció levitando frente al rostro del brujo, zarandeándose levemente de arriba a abajo; como si se meciese sobre unas aguas invisibles.

El brillo de la capa de saliva de mi Mentor y de sangre parda que recubría al orbe, renovaba el apagado fulgor que conservaba antes de ser arrancado, cuando aún permanecía dentro de los párpados de aquella cabeza inerte. Ahora parecía habitado por una nueva forma de vida incoherente e incomprensible.

El ojo se tornó sobre sí mismo, hasta dirigir la pupila hacia la cara de mi Maestro, quien lo miraba con la expresión de aterradora devoción que deforma sus facciones cuando se halla inmerso y concentrado en algún trabajo complejo de brujería. Con inquietantes movimientos de sus manos entorno a la esfera ocular, la hizo moverse en el aire a su antojo.

Comenzó a avanzar, volando muy lentamente, por el pasillo en que nos encontrábamos. Mi Mentor me miró con cómica superioridad, vanagloriándose y riéndose de mi estupefacción.

–Algún día te enseñaré a hacer eso –dijo sardónicamente–. Es sólo una de las muchas ventajas que irás descubriendo de la ingesta ritual de sangre –añadió.

El globo ocular, como colgando de un hilo invisible, se alejó moviéndose con suma parsimonia hasta perderse de nuestra vista cruzando una esquina a la derecha, al fondo de la galería. Yo, en aquellos momentos, impresionado como estaba por la avanzadas habilidades necrománticas de mi Mentor, no era capaz ni de articular palabra.

Cromwell extrajo nuevamente el péndulo y lo sostuvo frente a su rostro, sonriente y satisfecho, mientras guiñaba su propio párpado izquierdo. El cristal comenzó a oscilar rítmicamente hacia delante y un poco hacia la derecha, indicándonos como seguir el recorrido que estaba trazando el ojo embrujado. Mi Mentor sacó también, del saco que traía, un cirio negro cuya mecha prendió con tan solo su mirada y la vibración de su voz musitando una breve rapsodia y repitiendo tres veces el nombre Flereous.

El ojo nos guió unas cuantas decenas de metros por aquel hediondo laberinto de las alcantarillas, hasta que lo vimos flotando estático en un recoveco junto al mohoso muro curvo.

En el suelo, justo debajo de donde levitaba, pude distinguir a la ocre luz de la vela que portaba mi Mentor una oquedad oscura que se abría hacia abajo. El ojo nos miró y después se dejó caer en picado por aquel agujero, desapareciendo nuevamente de nuestra visión.

Cromwell estaba eufórico, me miró indicándome que saltase yo primero. Confiando en él, obedecí y me discurrí por allí sin pensarlo. Se trataba de una especie de tobogán resbaladizo de corta distancia.

Fui a caer torpemente pero sin ningún daño, desde un agujero en la pared a poca altura, en lo que, a oscuras, parecía una cámara de ambiente sulfuroso, pestilente y recargado. La oscuridad parecía palpable a mi alrededor. De hecho, parecía ser pura oscuridad tangible y vaporosa lo que estaba oliendo.

Un entusiasmo exacerbado, así como un terrible pánico, se apoderaron de mi cuando sentí con certeza, desde lo más rotundo de mi Intuición, que aquello no podía tratarse de otro lugar más que las Catacumbas…

Había oído y leído mucho acerca de la antigua necrópolis olvidada y remota, la sepultura multitudinaria que, eones atrás, albergó sucesivamente todos los Ritos fúnebres y enterramientos de las civilizaciones antediluvianas que se asentaron donde ahora estaba la monstruosa urbe post industrial. El hogar de lo que, según tengo entendido, es un horror remoto más allá de la Imaginación del hombre.

Pero, hasta ayer al Ocaso, no había tenido el inmenso honor de poder explorarla personalmente. Anoche, por primera vez, entré en la Anciana Tumba de la Palabra Sepultada…

Detrás de mi, surgió del agujero en la pared del que yo había caído; la luminiscencia ocre de la flama de mi Mentor, el cual fue a parar al suelo con mucha menos gracia aún que yo, pero sin apagar la vela.

La luz de la misma me permitió distinguir la sala en la que nos encontrábamos. Parecía una especie de sacristía de los horrores. Todas las paredes estaban cubiertas de cráneos grises que albergaban miríadas de diminutas criaturas necrófagas, las cuales parecían obviamente agitadas y nerviosas por nuestra presencia allí.

–Este es uno de los Portales hacia la Ciudad Muerta –susurró Cromwell, con esa ceremonia y solemnidad que a veces resulta hasta involuntariamente cómica, pero también un ligero tinte de miedo en su voz; como si algo insidioso e impensable entre las tinieblas pudiese molestarse al escucharnos.

Yo permanecí en completo silencio. Me consta que mi Maestro tiene una rigurosa mentalidad pitagórica con respecto a comentarios llanos o yermos, y en aquellos momentos yo tan sólo podría emitir opiniones de fascinación que sin duda le irritarían, así que opté por quedarme absolutamente callado, mostrándole mi entusiasmo tan sólo con mi actitud.

Cromwell volvió a alzar el péndulo, y observamos cómo nos dirigía hacia una esquina de la sala en que nos encontrábamos, donde resultó haber una puerta oculta.

El viejo empujó una calavera que sobresalía de manera muy evidente y, junto a esta, las demás calaveras comenzaron a temblar y a caer al suelo, fragmentándose estrepitosamente. Todo ello estaba acompañado por un ruido grave y lejano, como de engranajes oxidados.

–Tan sólo uno de los muchos pasadizos secretos que guarda este Templo. Muy obvio y poco original, de hecho –murmuró sonriente y orgulloso, como para sus adentros, mientras contemplábamos abrirse una entrada circular entre los cráneos que conformaban el muro–. Por lo visto, el ojo que he conjurado ha cruzado por alguna de las cuencas de estos cráneos maltrechos –concluyó.

Era evidente que él ya había explorado con anterioridad aquellas galerías por su cuenta, en varias ocasiones.

Avanzamos siguiendo la dirección de las oscilaciones del péndulo, pisando lo que parecían frágiles huesos. Era como andar por el Valle del Abismo, como cruzar una pesadilla.

Las sombras danzantes que la luz de la vela dibujaba en los cráneos y esculturas decrépitas parecían fuegos fatuos acechantes a nuestro alrededor.

Algo vibraba dentro de mi pensamiento, distorsionándolo y deformándolo muy lentamente de formas que yo no había experimentado jamás.

Caminamos a través aquel sendero retorcido y claustrofóbico durante lo que me pareció una eternidad de condena y damnación. No sabría explicar las sensaciones que impregnaban mi cuerpo, mi mente y mi alma. Ahora lo recuerdo todo como una suerte de extraña Gnosis, como un rarísimo sueño de la consciencia, como un paseo muy desafortunado por los senderos del Astral Profundo, como un cruce a través de un Velo totalmente misterioso y remoto…

Tampoco sé cuanto tiempo exacto pasamos allí, deambulando en esa especie de estado de hipnosis, pero en esos momentos me daba la sensación de que nunca había estado en otro lugar, de que nunca saldría de allí, de que no existía Universo más allá de los corredores oníricos y laberínticos en los que nos hallábamos.

Mi Mentor no parecía igual de confuso que yo, pero en ocasiones su mirada y su expresión se volvían desconocidas. Ambos andábamos en un estado de lucidez supraconsciente, como si hubiésemos comido, inmediatamente antes de bajar, setas con ayahuasca. Solo que, en esta ocasión, no era el caso.

Cromwell fijaba su vista en el péndulo sin apenas distracciones. De hecho, a veces, el cristal se movía fuera de la cadencia constante a la que nos tenía acostumbrados, y él miraba alrededor fugazmente, como si estuviésemos huyendo de algo omnipresente. El delirio por mi parte iba en aumento y progresión.

Finalmente, en medio de aquel viaje de la mente, llegamos a lo que parecía un arco apuntado bastante alto. Los pilares de las columnas curvas que lo conformaban estaban también cubiertos de cráneos, sobre alguno de los cuales había velas apagadas y polvorientas. Del marco de dicha cimbra colgaba una cortina negra que estaba totalmente roída y hecha jirones, dando la sensación de poder caerse en cualquier instante.

Frente aquel telón decrépito, esperaba suspendido en el aire el ojo. Ya no se mecía suavemente de arriba a bajo, sino que vibraba con brutalidad contenida. Parecía que fuese a reventar, simple y llanamente, de un momento a otro.

Pude reparar, además, en que su aspecto había cambiado notoriamente desde que lo había visto por última vez, antes nuestro descenso, de forma que su córnea ahora comenzaba a tener un aspecto mucho más verdoso y translúcido.

Mostraba llagas que supuraban sangre, así como venas negras muy marcadas e hinchadas que palpitaban y se entramaban por toda su estructura ocular hasta prácticamente envolver el iris; el cual, habiendo perdido por completo su color azul, resultaba ahora macilento, entre blanco y grisáceo. Su tonalidad me recordó bastante, de hecho, a la de los ojos de Cromwell, pero aún mucho más vidriosa, endemoniada y enrojecida. El ojo parecía también humear, y su superficie se volvía progresivamente más oscura y tostada mientras la contemplábamos, como si estuviese ardiendo lentamente en un fuego invisible.

Supuse que el conjuro de mi Maestro se estaría desvaneciendo ya, o que quizá algo allí abajo estaba consumiendo la evocación con una energía mucho más poderosa y ponzoñosa que la de Cromwell.

Al acercarnos a él, el globo estalló limpiamente ante nosotros, manchándonos abundantemente de sangre y fluidos oculares. Ni el Maestro ni yo nos sobresaltamos ni disgustamos en absoluto. Él parecía despersonalizado, absorto en algo más allá de su vista y de mi percepción, de tal forma que ni se inmutó realmente cuando su ojo embrujado le explotó en la cara (a pesar de que, según lo que tengo entendido sobre esa clase de brujería, aquello debió de dolerle como si su propio ojo izquierdo reventase).

Empecé a sentir que mi mente se desvanecía, permanente e irrevocablemente, cuando atravesamos aquel telón. Algo pude ver allí dentro, en una especie de sala con forma de anfiteatro bajo una cúpula cóncava, agujereada hasta la saciedad. Pero, al respecto de lo que vi, tengo solo ese mismo tipo de certeza puramente emocional que siento cuando no recuerdo mis sueños. Y, en este caso, es una certeza absolutamente aterradora.

Sé que empecé a oír, dentro de mis propios tímpanos, un zumbido agudo, confuso. Un sonido imposible que no soy capaz de describir con palabras, pero que resultaba desquiciante y demencial.

Sí, debí perder la razón, pues tengo una laguna en la memoria a partir de ese punto. Conservo vagas sensaciones, nada más. Creo que el Magister me empujaba violentamente, insultándome y golpeándome, por aquellas galerías. Huíamos de algo.

Yo me sentía entumecido, ausente, incluso incorpóreo. La vibración sonora que he mencionado, no cesaba dentro de mi propia mente. De hecho, se volvía progresivamente más molesta…

Cuando recobré el sentido, estábamos otra vez en las alcantarillas. Tomé consciencia de mi mismo nuevamente, al tropezar y caer de bruces sobre el reguero de mierda que recorre esos túneles. Cromwell no dejaba de empujarme para que espabilase y avanzase, seguíamos corriendo como si escapásemos de las fauces de Behemoth. Me agarró de la chaqueta y me irguió de nuevo con su característica fuerza inexplicable.

No dejamos de correr, sin aliento y a duras penas, hasta llegar a un claro de luz de farola que atravesaba el agujero de la alcantarilla por la que habíamos accedido.

Allí, nos detuvimos y recuperamos el aliento. Cromwell empezó a decirme algo, pero rompió a toser. Apoyó sus manos sobre sus rodillas y estuvo tosiendo doliente y ruidosamente. Parecía que de un momento a otro fuese a escupir sangre. Yo también tosía como si se me quisiesen salir los pulmones. Tras varios minutos destrozándonos la garganta y el pecho en cada tos, descansamos un rato, procurando respirar serenamente, antes de hablar.

–¡Por las barbas de Baphomet! –exclamó, después de soltar furiosamente un lapo. La expresión que evidenciaba su rostro era de un espanto que yo jamás le hubiera creído capaz de sentir.

–¿Qué acaba de ocurrir? –inquirí yo, entre el horror y la curiosidad.

–¡Necio, vámonos de aquí!

Dicho esto, se asió a la escalerilla por la que anteriormente habíamos descendido. Yo le seguí, y ambos emergimos de aquel submundo con gran alivio.

–He de irme ya –dijo inmediatamente, en cuanto yo salí del agujero y me situé a su lado–. No hay tiempo para explicaciones –bramaba nervioso cada palabra, después procedió a prenderse un cigarro. Esta vez, no con piromancia, si no con una cerilla.

Mi molestia ante su habitual actitud de misterio superó considerablemente a mi confusión.

–Escúchame viejo –le dije–. No pienso seguir tolerando que me arrastres a tus odiseas dementes sin que cumplas con lo que Juraste hace tres décadas: instruirme sobre todo aquello que aún permanece Oculto a mi Visión y…

Sin que pudiese terminar la frase, me interrumpió entre maldiciones, improperios e insultos bastante graves.

Yo le miré imperturbable a sus ojos mientras liberaba su ira ante mi insurrección. Finalmente, se calló y permaneció contemplándome, aún con profundo enfado y hasta cierto desprecio. Pero, en cuestión de segundos, su rostro pasó a reflejar una lastimosa empatía y aflicción.

–Hemos despertado algo, Corkill. Pero es mejor que no recuerdes lo que has visto… Por favor, confía en mi –dijo, convirtiendo de pronto su furia en preocupación y ternura paternalista.

Verdaderamente, los cambios de humor de este hombre me perturban e inquietan. Es como si una legión entera de personalidades similares pero radicalmente distintas le habitasen… Después de decir lo anterior, antes de insistir en irse a su hogar, añadió:

–Y, por todos los Demonios, no realices ninguna clase de Liturgia ni Conjuro esta noche… Ni ninguna noche desde hoy hasta que cambie la Luna. Obedéceme –al decir esto, su semblante de angustia se tornó autoritario y severo.

Nuevamente, temí que mis intenciones resultasen evidentes ante su Visión. Pero, como al principio, reaccioné antes que mis automatismos, bloqueando mi microexpresión facial ante su tanteo.

–¿Ni tan siquiera un buen Destierro? –pregunté consternado, disimulando mis verdaderos designios.

–Mejor déjame eso a mi –concluyó. Luego, dando media vuelta y alejándose, exhaló una blanca nube de humo del cigarro que se estaba fumando, la cual cubrió toda su cabeza. En cuestión de un sólo instante, esta nube se amplió hasta rodearle por completo, y se evaporó inmediatamente, sin dejar rastro del brujo tras ella.

Yo he caminado hasta mi casa, repasando mentalmente todos los acontecimientos, para detallarlos debidamente una vez llegase aquí. Y así acabo de hacer ahora mismo.

Durante mi narración, he tenido que interrumpirme en varios puntos, tanto para prepararme un té, como para acariciar a Crowley. Ahora, al dirigir mi vista hacia el reloj, he comprobado que son exactamente las tres y treinta y tres de la madrugada. La Hora de la Bestia…

Voy a darme un largo baño con hierbas, sales y aceites mientras medito, tratando de expulsar de mi mente toda esta perturbación de la que me veo infectado.

Soy consciente de las órdenes que me ha impuesto el Magister, pero yo no cumplo órdenes de nadie. Mi Voluntad es inamovible, y ya había organizado previamente todo el Escenario para el Ritual de esta noche…

Así pues, tras el baño, me vestiré y prepararé debidamente para el Juramento, comenzando con la Ceremonia. Tomaré aquí nota de lo que sienta y suceda, una vez concluya.

Así sea.


*****


Amanece. Ya está hecho.

Me hallo en un estado de extraña y perturbadora serenidad. Aunque, tras el día y la noche que he tenido, debería estar exhausto; me encuentro renovado, pletórico y rebosante de energía. Mis sentidos están afilados como los de un felino, y creo que puedo incluso oír el atronador ruido del Sol saliendo por oriente.

He realizado el Juramento en los términos que desarrollaré a continuación. El núcleo o designio final del Hechizo consistirá, como especifiqué en páginas previas, en desencadenar un estado de Caos absoluto y supremo que suma a la Humanidad en la mayor desesperación y confusión, permitiéndole alcanzar desde ese Caos la plenitud de su Libertad tanto individual como colectiva, la llave de su máximo potencial creador y destructor.

La principal vía que he planteado para lograr semejante propósito es centrarme exclusivamente en el desarrollo de mi Influencia y mi Visión, con el único objetivo de usarlas en pos de desencadenar dicho Caos. Creo firmemente, a día de hoy, que esta es mi Verdadera Voluntad y la Gran Obra que se me ha encomendado.

Así pues, arranqué la página contigua a ésta y redacté en ella un texto claro y conciso en el que desarrollaba las anteriores cláusulas y en el que me comprometía por escrito, desde hoy, a la labor de llevar a cabo todo lo anteriormente dicho en la medida de mis posibilidades (y a desarrollar estas posibilidades hasta que fueran absolutas, omnipotentes e inevitables).

También, escribí un Mantra a raíz de este texto, y construí varios Sigilos en el mismo papel, que representaban el total del Juramento.

Para empezar, descarté por completo incluir en mi Marco Ceremonial cualquiera de los Rituales Oficiales de la Orden, no lo consideré oportuno. Sí, son los ejercicios más efectistas e interesantes que conozco, pero no me cabía la menor duda de que el Magister detectaría mi actividad si osase emplear alguno de los poderosos Conjuros que a él le fueron revelados durante su peregrinación por el desierto un siglo atrás. Así pues, opté por trabajar dentro de mi Marco personal habitual.

Procedí, como de costumbre, desnudo y en estado de meditación, desprendiéndome de toda retención o dispersión, y adentrándome en el inmenso Templo de las Tinieblas. Abrí sus puertas rasgando el Velo, lo traspasé y una vez allí, conjuré a mi alrededor la Llamarada de los cuatro Pentagramas Invertidos, formulando sus respectivos Cuatro Nombres, para iluminarme y resguardarme a través de aquel oscuro paraje. Hice orbitar estas Estrellas de cinco puntas en torno a mi, en ciclos levógiros lentos, y me desplacé por el Abismo desde el centro de este Círculo Astral. Al otro lado de este sagrado cerco que me rodeaba, podía percibir perfectamente toda clase de amenazas ignotas e incomprensibles curioseando y acechando…

Finalmente, me detuve en una región que me resultó nueva, y sentí que era el lugar idóneo para establecer la Declaración.

De alguna forma, al poco de permanecer allí, comencé a percibir las mismas vibraciones que había experimentado mientras me adentraba horas atrás con Cromwell por las alcantarillas hacia el Laberinto de la Ciudad Muerta.

En el mundo físico, el viento se agitó golpeando violentamente las persianas de mi hogar, y su alarido desmoralizador se manifestó en aquel oscuro Astral en que me encontraba, en forma de una tormenta de perturbación y terror.

Sin el control de mi Visualización, los Pentagramas Invertidos de los que me había rodeado comenzaron a centrifugar a una velocidad muchísimo mayor de la que yo les impuse en un inicio. Sus Llamas azuladas se confundían y desdibujaban, volviendo el Círculo extremadamente inestable.

Sentí que mi percepción entera se perturbaba, infectada de un pánico extraño que no sé describir y que no había experimentado jamás. Mientras tanto, dentro de mi cuerpo físico, allí plantado de pie en medio del círculo de azufre de mi habitación; el corazón me palpitaba a un ritmo preocupante.

Entonces, temiendo el fracaso absoluto de toda la Ceremonia por culpa de mi enajenación, me centré en mi designio y decidí que era el momento de comenzar a recitar el Mantra del Juramento, con la esperanza de que aquel entorno se estabilizase, antes de verme irrevocablemente devorado por el Abismo.

Miré al papel que traía en mi mano izquierda y comencé a hacer vibrar mi voz. Pero no fue mi voz lo que resquebrajó aquella tormenta de Caos, si no una miríada de voces, una legión de ellas, una congregación entera de sonidos bestiales y antihumanos que pronunciaban las palabras que yo había escrito…  

En aquellos momentos yo me sumergía a un ritmo vertiginoso en una Gnosis muy lejana, onírica, ausente. Por tanto, no sólo no le di importancia alguna a este fenómeno, si no que de hecho procedí con solemnidad y firmeza.

Ahora, habiendo desterrado y clausurado la entrada al Templo, no soy capaz de entender qué sentía en estos momentos, pero mi consciencia lo traduce como una suerte de impulso soberano. En cierta medida, mi ego lo relaciona con orgullo y hasta soberbia. Me sentía, en aquellos momentos, algo así como el portador de una Horda entera de fuerzas inexplicables. Entidades que estaban sometidas a la propia vibración de mi voz.

Terminamos de recitar aquellas Palabras malditas, y se restauró el absoluto silencio que reinaba en este tenebroso espacio Astral, antes de que yo irrumpiese allí. Los Pentagramas invertidos a mi alrededor volvieron a girar lento, esta vez tan despacio que parecía que fuesen a detenerse en cualquier instante. Su brillo se volvió de una tonalidad pálida y apagada, pero aún me permitía ver el papel que sostenía en la mano.

Entonces, derramé mi sangre sobre él y firmé el Juramento. Inmediatamente después, desterré dicho papel con piromancia mientras susurraba el Nombre Prohibido.

Los Pentagramas inversos, cuya luminiscencia era azulada y eléctrica, reavivaron su intensidad y se volvieron de color ocre y con destellos dorados. Comenzaron a orbitar, esta vez en sentido dextrógiro, a buen ritmo. Las cenizas llameantes del papel que terminaba de arder ante mi, se perdieron en la corriente del remolino provocado por su giro.

Poco a poco, la oscuridad en rededor comenzó a disiparse. Volví plenamente a la consciencia, y susurré de nuevo el Nombre Oculto. Me encontraba otra vez en la habitación.

Encendí un incienso, me senté ante el escritorio y lancé una sola carta. La Casa de Dios. La Torre de Babel. Mi Juramento ya estaba en marcha…

Finalmente, limpié, expulsé y proscribí cualquier clase residuo que hubiese podido arrastrar conmigo involuntariamente desde donde sea que he estado buceando esta noche. Declaré el espacio absolutamente clausurado, me vestí con mis ropas de mortal, y tomé tierra prendiéndome el porro que me estoy fumando.

Me siento imbuido de una energía atroz, abrasadora y muy vigorizante. Noto dentro de mi pensamiento una extraña lucidez que por más que me esfuerzo aún no logro plasmar con palabras convencionales.

Luz de Prometeo.

A pesar de los grandes esfuerzos físicos, psíquicos y espirituales que he realizado hoy, estoy motivado y despierto. Sin embargo, me posee un hambre voraz que satisfaré en cuanto termine de escribir estas líneas, desayunando abundantemente.

Descarto completamente caer dormido, no sólo por la fuerza que parezco haber absorbido dentro de mi, si no también porque el alba trae consigo ya los atroces ruidos de la maquinaria industrial y monstruosa de Babel. Estruendo que también me impediría disfrutar de una película tranquilamente, tal y como realmente me apetecería hacer ahora, en sustitución del sueño.

Por tanto, creo que me retiraré al cuartito de Crowley, donde está la ventana que da al Este, y me pondré a leer allí aprovechando las primeras horas de Sol. Ello no sin antes despertar al gato con caricias para servirle su desayuno, y desayunar, por supuesto. O quizás llene su plato y salga a por churros, aprovechando para tomarme un café en alguna cafetería.

En cualquier caso, no tengo nada nuevo que escribir por ahora.

 

Ubique Deus

Ubique Daemon

93 93 93 

 

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