Gusanos en la Mente

Estaba desquiciado. El calor era asfixiante. La ventana del ático estaba abierta hasta arriba y aún así el ambiente estaba extremadamente estático y cargado. Llevaba más de una hora teniendo que oír una música atronadora, desagradable, estruendosa y desquiciante en lo que se podía imaginar que era un coche, ahí aparcado en su calle durante las horas de la noche que deberían ser reservadas al más absoluto silencio. Pero no cabía el silencio en aquella ciudad, y ese era uno de los  principales motivos por los que la odiaba con todas sus fuerzas. Ese, y por supuesto el clima tóxico, envenenado por las toneladas de polución que semejante vestiglo de Babylon emitía. Pero no podía escapar de allí, estaba atrapado. Como todos.

La cama estaba completamente empapada en sudor y cada segundo que pasaba sobre ella se sentía como una eternidad en el Infierno. El dolor de cabeza empezaba a hacerse notar también. Sin debatirse más, se levantó y se dirigió al cuarto de baño para pegarse una ducha. Luego, se vistió, se puso la capucha para no ser visto por los transeúntes nocturnos, y bajó a la calle.

Allí, lo primero con lo que se topó fue el coche del puto macarra y su música de mierda, aparcado justo delante de su portal. El idiota tan solo estaba ahí mirando el móvil mientras dejaba sonar su espantosa música de zombie. Lamentó no tener más coraje, pues hubiera bajado agarrando con el puño derecho su bate metálico para reventarle los cristales del coche, y la cabeza, a aquel imbécil. En lugar de ello, tan sólo le arrojó una furibunda mirada de demente con su aterrador rostro, a la que el muy payaso fue inmune, pues su vista seguía atrapada en la pantalla de su teléfono.

A medida que se alejaba de su casa y caminaba por la calle, no notaba mejorar su respiración y comenzó a sentir ansiedad. O la atmósfera estaba aún más cargado que de costumbre, o él estaba teniendo alguna clase de dificultad. Quizá su propia angustia era la que, como tantas veces, le estaba ocasionando estragos físicos. Si este era el caso, sabía que cuanto más centrase su mente en ello, mayor sería el problema.

Trató, por tanto, de desterrar estos pensamientos de su cabeza, repitiéndose que tan sólo los creaba su propio miedo, pero no sabía ni en qué pensar. Su inspiración parecía haberle abandonado hasta tal punto que ya ni podía distraer su mente como solía hacer. Era tan simple como que sus procesos mentales parecían escaparse poco a poco de su control, y cada vez entendía menos sus propios pensamientos. Y no se sentía así desde hacía décadas…

Realmente se respiraba como si la ciudad entera fuese una especie de gigantesco submarino, sumergido a kilómetros en alguna fosa abisal. Se encendió un cigarro, justificándose en que, a pesar de sus dificultades para respirar, si no fumaba le resultaría aún más difícil lograr distraerse y relajarse, dada su fuerte adicción a la nicotina.

Se alejó de su barrio sin apenas prestar atención a sus propios pasos. Dirigía su mirada hacia los altos tejados y fachadas de los edificios. Observando la arquitectura, reparó por primera vez en todo el tiempo que llevaba viviendo allí que todos los barrios y calles parecían el mismo pero cambiante, como si toda la ciudad se tratase de un sinécdoque laberíntico e imposible. Una especie de entramado onírico de edificios distópicos, grises y aburridos, en diversos estados de decrepitud a pesar de las eternas obras en cada barrio, los cuales clavaban sus raíces sobre un asfalto permanentemente recorrido por una caótica miríada de ruidosos vehículos.

Exceptuando la catedral, el inmenso cementerio central y el parque del oeste, no existían puntos de referencia que rompiesen con semejante trazado urbano antinatural, alambicado y agobiante.

Pensando en dicho asunto, la ciudad se le antojó de pronto como una falsedad. Un juego ilusorio de luces y sombras que servía de cárcel para la conciencia.

Así, se desesperó aún más, notó resquebrajarse su cordura y los límites de lo concreto; sintiendo de nuevo dentro de su cabeza, por primera vez en mucho tiempo, el zumbido de aquella atronadora Voz grave e imposible que parecía provenir de confines incomprensibles fuera del Universo. Cerró fuertemente los ojos y se llevó las manos a las sienes, apretándose el cráneo como si tratara de reventárselo.

Entonces, al entre abrir de nuevo los ojos, vio hacia dónde le habían conducido inconscientemente sus pasos. Se hallaba ante la puerta principal del parque oeste.

Los recuerdos –algunos dulces, otros amargos; pero todos ellos oníricos, velados y oscuros– invadieron su desequilibrado pensamiento, aún entre el lejano retumbar de la vibración de la oscura Voz, la cual fue conformando una especie de salmodia terrorífica y ensordecedora que le transportó aún más a sus retorcidas memorias de un pasado abyecto.

Su olfato, de hecho, se llenó con el hedor denso de los vahos procedentes de calderos en los que se mezclaban sangres, ojos, cerebros y otras vísceras, con aceites de raíces venenosas y tinturas amargas de hongos nerviosos…

El miedo a sí mismo le arrebató de allí, haciéndole dar media vuelta, mientras agitaba la cabeza de lado a lado, la cual todavía se presionaba con ambas manos; tratando de ignorar la Voz de su Señor Oscuro, que se volvía más iracunda y enfurecida mientras él trataba de alejarse.

Recordó porque no bajaba apenas a la calle, y mucho menos a pasear largas distancias de noche. A parte de por su aspecto, que resultaba aterrador a los humanos. En su cuartucho, a fin de cuentas, estaba seguro. Conocía los conjuros que bloqueaban su decrépito y tenebroso templo de las perturbaciones del mundo exterior.

Calló en la cuenta de que llevaba oyendo la Voz del que fue su Maestro desde mucho antes de llegar al parque. Concretamente, desde que había puesto un pie en la calle. Pero tan solo la estuvo oyendo en su inconsciencia. No la percibió conscientemente hasta que no le atrajo al portal que había bajo aquel lugar. Continuaba recitando incesantemente aquella salmodia soporífera y escalofriante, la cual parecía un susurro de miles de voces condenadas y enloquecidas.

Él les había abandonado décadas atrás. Y había abandonado también (o eso quería creer) los antinaturales, homicidas y caníbales atavismos de su propia Sed.

Se acordaba de ellos, quienes habían sido durante aquel extraño tiempo algo así como su familia. En un principio, él sintió la Llamada pero tan sólo se acercó a ellos buscando inspiración, y tanto que la encontró. O más bien, la inspiración le encontró a él. Como nunca antes la había percibido, y como jamás la volvió a sentir desde que se alejó.

Su imaginación se inundó, evocando qué clase de nuevos misterios arcanos estarían descifrando, qué rituales atrozmente crueles y sangrientos llevarían a cabo en aquella extraña y turbia temporada estival, qué nuevas formas de oscuras y caóticas calamidades e infestaciones estarían propagando por el mundo…

La Voz generaba dentro de él, ante estos pensamientos, una extraña excitación masoquista y nostálgica. Una sensación similar a las fugaces reminiscencias y regresiones que frecuentemente le visitaban durante las noches, y le transportaban a los descontrolados y salvajes atavismos de su monstruosa Sed, pulsiones de la más álgida maldad y depravación.

Pero en esta ocasión eran tan vívidas esas pulsiones como las que sentía cuando todavía formaba parte de ellos…

Jamás le perdonaron que se alejara, y le perseguían desde entonces. Y la Marca del Maestro en su mano siniestra, execraba de vez en cuando, mientras dormía, aquella miasma negra y densa; la cual estaba empezando a salir en ese momento, escurriéndose por el lateral izquierdo de su cara.

Era obvio que estaban reunidos en ese preciso instante… Seguían reuniéndose allí, en el laberinto de las Profundidades; en aquella sala circular de paredes curvas con agujeros, a la que se accedía a través de las galerías situadas bajo la red de alcantarillado del parque.

Ellos habrían detectado también su esencia, su oscuro olor astral, su Sed insatisfecha desde hacía décadas… Probablemente le perseguirían, así que tenía que correr. Pero cada paso que daba le resultaba pesado e imposible, sus pies se quedaban clavados sobre el asfalto, y sentía como si estuviese andando sobre arenas movedizas.

Notaba como la suprasensible Voz del Maestro obnubilaba progresivamente su voluntad y se apoderaba del control de sus músculos, mientras el asfalto bajo sus pasos se reblandecía como si literalmente se estuviese derritiendo.

Le pitaban fuertemente los oídos, la cabeza le iba a estallar tanto por la vibración de la Voz que le susurraba visiones de su Infierno onírico; como por la presión de sus propias manos en torno a su cráneo.

El terror más visceral que una criatura como él podría llegar a experimentar, se apoderaba de todo su cuerpo, justo mientras el demoníaco susurro múltiple comenzaba a cobrar cierta coherencia inteligible.

Vuelve. Impuso la Voz de su Señor.

Una orden nítida y rotunda que se elevó entre aquel pandemonio de agónicos, incomprensibles y perturbadores murmullos.

Le golpeó como un yunque, quebrando su percepción de la realidad y liberándole totalmente del control de su propio cuerpo. Calló hincando las rodillas en el suelo.

En aquel preciso instante, un estruendoso rayo irrumpió inesperadamente en el cielo sin nubes, ni luna, ni estrellas; resquebrajando de forma sobrecogedora y terrible la absoluta quietud de la noche. Un apagón inmediato sumió todo el barrio en las tinieblas.

Una lengua de fuego negro, tan oscuro como el propio entorno, emergió de una alcantarilla, haciéndola saltar por los aires. Se retorcía y coleteaba rabiosamente, golpeando el suelo y destrozando los vehículos adyacentes. Emitía chillidos, gorgoteos y chasquidos antinaturales, grimosos y estremecedores.

Como un tentáculo negro y aberrante, se retorció en torno al tronco de un árbol próximo a la puerta del parque, lo arrancó de cuajo y lo arrojó hacia arriba. La alarma de un coche saltó, pero inmediatamente el tentáculo lo agarró y lo destrozó, aplastándolo hasta convertirlo en un diminuto trozo de chatarra calcinada y humeante.

Luego, se lanzó hacia él. Le atrapó y le aplastó, constriñendo sus costillas, como una demoníaca serpiente, con terrible voracidad. Le arrastró con monstruosa furia hacia la alcantarilla de la que emergía, alrededor de la cual parecía haberse formado una especie de vórtice o portal, que le engulló inmediatamente. Tras esto, la calle quedó en la más absoluta calma. 

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