Aquello en lo que Piensas Antes de Dormirte

Los pináculos de la catedral se alzaban majestuosamente. Las gárgolas de fría y porosa piedra negra contemplaban la capciosa quietud de la noche esbozando monstruosas muecas en sus demoníacos rostros.

Un ave gigantesca, de plumas negras y escarpadas, se posó sobre los hombros de una de esas espantosas gárgolas. Sus garras eran como las de un dragón esquelético y su tamaño era tal que duplicaba la altura de la estatua, la cual parecía que fuese a ceder. 

Su cabeza era redonda. Sus ojos brillaban rojos y furiosos, con una inteligencia perversa. Su pico curvo y puntiagudo era descomunal y desproporcionadamente alargado, y mostraba dos hileras de finísimos y afilados dientes que asomaban como las fauces de un cocodrilo.

Su cobriza, fulgente y atrabiliaria mirada se centró en un ventanal de la plaza que se encontraba frente a las puertas de la catedral. En el tercer piso, tras el vidrio, la luz de un flexo estaba encendida y, debajo de ella, un joven de veintidós años tomaba dispersas y desatinadas notas de manera frenética; sumido en una especie de oscura gnosis. Con los ojos totalmente en blanco, susurraba y balbuceaba con un hilo de voz, un Mantra delirante y casi inaudible; acompasado con el ritmo de su aliento, aspirando y arrastrando palabras y murmullos incongruentes que conformaba una sutil y perturbadora vibración en el ambiente del cuarto en que se hallaba. El resto de sus compañeros de piso dormían profundamente, sumidos ambos dos en sus propias cruentas y tortuosas pesadillas; al igual que el resto de sus vecinos.    

Al corroborar satisfecho semejante visión, el engendro emplumado alzó de nuevo el vuelo hacia el cielo nocturno; y se dirigió hacia el oeste con siniestra y sigilosa celeridad.

Mientras volaba, fue creciendo en tamaño y monstruosidad. Cuando observaba desde la catedral, era de un volumen similar al de la gárgola sobre la que se apoyaba (poco más grande que un buitre), pero, a medida que avanzaba por el cielo nocturno las dimensiones de su fugaz sombra se tornaban más y más enormes...

Viajó batiendo furiosamente sus corpulentas y descomunales alas, soltando esporádicamente pesadas plumas (si es que se le podía llamar así a aquello), afiladas como negras espadas. Caían verticalmente a gran velocidad; bien sobre el tejado de un edificio ruinoso y decrépito, rematado en puntiaguda vertiente, bajo el cual se alojaba una humilde pensión consistente en cinco departamentos; o bien sobre el desafortunado capó de un decrépito Seat 600, en cuyo interior dormitaba borracho un abogado venido a menos.

Allí donde su negra sombra sobrevolaba se eclipsaban todas las mentes de los mortales, y se alimentaban las ocres llamaradas de la pesadilla con leños mohosos y putrefactos. Su presencia era un heraldo de la demencia, y su silencioso cantar drenaba las almas de la ciudad.

Las formas del ave, que inicialmente se asemejaban a las de un cuervo orondo y deforme; paulatinamente se habían vuelto más desproporcionadas. Su cuerpo estaba hinchado y era teratológicamente anormal, cambiante y descomunal. Ya no se asemejaba a nada de este mundo…

Su vuelo siniestro y sigiloso se detuvo sobre un edificio ubicado en pleno seno de uno de los barrios más peligrosos y problemáticos de la ciudad. Un torreón de hormigón y pladur, habitado por delincuentes, expresidiarios, traficantes y adictos; así como por un policía retirado, solitario y marginal, que había perdido completamente el juicio tres décadas atrás, a causa de un misterio sin resolver…


*****


Sobre el escritorio había una carpeta amarilla abierta mostrando unos papeles, referentes a un caso antiguo, que se extendían por toda la mesa. Los pequeños y enrojecidos ojos del inspector Blanch repasaban absortos estos documentos, tras los gruesos cristales de sus gafas de leer.

La noche anterior había sido caótica y enfermiza, y la fatiga se hacía presente. La cabeza y los ojos le retumbaban de dolor, pero no podía permitirse distraerse ni un solo instante en su investigación. Llevaba tres décadas enteras sin lograr descansar debidamente por culpa de todo aquel rompecabezas.

Sentía que su cordura dependía de esclarecer todos aquellos sucesos inquietantes ocurridos treinta años atrás, que parecían estar teniendo repercusión en la actualidad. Pero cuanto más se acercaba a los senderos que revelaban las pistas, más interrogantes surgían que nublaban su razón.

En el cenicero, repleto de colillas, reposaba una faria alargada y recién prendida de cuyo extremo emergía una gruesa columna de humo denso y gris. Al lado del fichero del caso, un vaso pequeño y cilíndrico contenía tres centímetros de whiskey.

Las paredes del despacho estaban plagadas de recortes, fotografías y notas pinchadas en la pared, unidas por hilos rojos, blancos y negros. En cada esquina de esa estancia se acumulaban cajas con más ficheros, cuadernos y papeles. Era el pandemonio de la paranoia.

De repente, Nathaniel sintió un agudo pinchazo en el cerebro seguido de un profundo dolor de cabeza, y alargó el brazo hacia el cajón de su escritorio para agarrar su bote de pastillas. Colocó dos pequeñas píldoras sobre la lengua y las tragó con un pequeño sorbo del vaso de whiskey. Como, a esas horas, las pastillas distraían su mente del trabajo y disipaban su concentración, retornó el frasco naranja a la gaveta y extrajo el pequeño vial azul que contenía las anfetaminas.

Entonces, posó su vista al fondo del cajón, sobre aquella desconcertante y aterradora nota que había hallado entre los caóticos y demenciales diarios del señor Corkill durante la investigación. La extrajo de allí y volvió a leer esas letras granates y temblorosas, temiendo que hacerlo causase en él una reacción semejante a la última vez que se atrevió.

 

Su Presencia es extremadamente infecciosa. Es Legión, es Propagación... 

Se transmite por la Palabra. Su Palabra es la Voz del Abismo, la Vibración del Motor de la Destrucción Quintaesencial. 

Todo el que haya oído su Voz, hablará con su Voz... Su Voz no se oye con los oídos, se capta a través de las distorsiones del inconsciente. 

Todos los que hablan con su Voz, son privados del sagrado don de Morir. Sus consciencias se sumergen lentamente en una latencia pesadillesca, en un estado de dolor y agonía perpetuos. Sus egos permanecen eternamente encerrados en lo más profundo de la Sombra en que se transforman sus mentes.

Sus mensajeros caminan tras el Velo del Miedo. Se adentran en los sueños y los corrompen. Por lo tanto es Legión. Y es Propagación...

No tengo mucho tiempo. La abnegación se me presenta como absolución. Yo también he sido infectado, noto la tracción de las tinieblas, el miedo eterno, el ensordecedor murmullo del Caos... Todo está perdido. El final es inevitable. 

M...

 

Lo más desconcertante de aquellos apuntes, era que estuviesen escritos con sangre del propio Corkill. El informe del laboratorio lo había corroborado. Posiblemente se la extrajo mientras se suicidaba desangrado, al cortarse las venas; utilizando su último aliento. No obstante, los análisis de grafología habían revelado que no parecía tratarse de su letra, aunque no había pruebas o evidencias de que hubiese nadie allí con él en el momento de cometer el suicidio. Salvo su mascota, por supuesto. La bestia parda que, durante las semanas en las que trataban de lograr la orden judicial para acceder a su domicilio, dejó el cadáver irreconocible…

Fue justo en el instante en que la mirada de Nathaniel se posó sobre aquella desconcertante letra M mayúscula final seguida de tres puntos suspensivos, cuando volvió a notar dentro de su cráneo esa oscura y profunda vibración lejana y antinatural, semejante a una tonada grave proveniente de multitud de voces más allá de la lucidez humana. En esta ocasión, fue acompañada, en el exterior de su mente, de un extraño y aterrador alarido inhumano, mutante e ininteligible, que parecía provenir desde su cocina; rompiendo el estático silencio de la madrugada. Se sobresaltó y un escalofrío recorrió su espalda y cráneo.

Abrió el cajón del escritorio en el que guardaba la pistola y, de pronto, alguien aporreó la puerta tres veces con firmeza y solemnidad. Blanch se asustó aún más pero trató de asirse a la calma. Extrajo el arma, la escondió tras la espalda, y cautelosamente se aproximó al recibidor.

Mientras comprobaba el pasillo, temeroso, volvieron a aporrear la puerta violentamente. Blanch amartilló el arma y se acercó en silencio a la entrada, caminando muy despacio para que no se pudiesen oír sus pisadas. Levantó la mirilla y, guiñando el ojo izquierdo, aproximó a ella el derecho.

Al otro lado había un hombre de aspecto aterrador. Era rudo y bárbaro, a pesar de su vestimenta, que era informal pero elegante, y tan negra como la noche. Su figura era una sombra monstruosa, alta y obesa que se alzaba en medio del pasillo. Su rostro era pequeño, sombrío, furioso y demoníaco; cubierto casi en su totalidad con una barba descuidada y unas cejas pobladas y juntas. Sus ojos evocaban pura maldad, eran diminutos, profundos y negros como los de una bestia. Refulgían con el brillo de las tediosas luces del rellano de una forma atrabiliaria y perturbadora. Vestía un largo guardapolvo de cuero negro y llevaba sobre la cabeza un sombrero discreto que le confería un aspecto de Mister Hyde imponente.

Aquel turbio personaje pareció reparar en la mirada de Blanch desde detrás de la puerta, pues fijó sus oscuros ojos en la mirilla y comenzó a sonreír como un psicópata. Nathaniel comprobó que el cerrojo estaba debidamente colocado, y levantó el arma con la mano temblando. Después, cerró la mirilla y se alejó de la puerta. Aunque, justo al darse media vuelta, aquel hombre volvió a llamar con más insistencia e impaciencia que en la ocasión anterior.

–¡Largo de aquí o llamo a la policía! –Bramó iracundo el ex inspector, aunque sabía que eso no era una opción en su caso…

Tras unos segundos de inquietante silencio, asomó su mirada nuevamente a través del cristal de la mirilla, temiéndose lo peor. Pero comprobó aliviado que el extraño sujeto ya no se encontraba allí. No obstante, a través de la lente de su puerta, Blanch continuaba sintiendo la mirada de aquellos diminutos y horrorosos ojos clavada en él, como si le observasen a través de la invisibilidad…

Se volteó intranquilo, y avanzó por su pasillo aún con la pistola en ristre bien ceñida en el puño, y el tembloroso índice situado sobre el gatillo.

Antes de volver a su despacho, se dirigió a la cocina y encendió la luz atemorizado. Comprobó que la ventana estaba debidamente cerrada y no parecía haber sido abierta. Buscó en las esquinas y dentro de los armarios, hasta miró en el interior del frigorífico. Pero allí no había nada vivo, salvo él mismo. Y vivo estaba a duras penas. Agarró una lata de cerveza y la abrió resoplando nerviosamente.

Regresó a su despacho, entre el cabreo y el pánico, justo a tiempo de que la sombra de una especie de ave o murciélago de gran tamaño pasase volando fulminantemente frente a su ventana, rompiendo la desconcertante y silenciosa quietud que reinaba en esos momentos de la madrugada, y golpeando ruidosamente con una de sus alas el vidrio.

Tras ese enésimo susto de la noche, sintió un fuerte pinchazo en el lateral izquierdo de su caja torácica. Temió gravemente por su corazón, pues lo notaba bombear de tal forma que incluso le causaba dolor. Un dolor que parecía aumentar con cada latido.

Sintió entonces el amanzanado sabor de las anfetaminas que se había tragado recientemente hacer contraste con el amargo gusto de la cerveza tras el whiskey, dentro de su boca que dentelleaba. Su corazón se aceleró aún más y temió sinceramente por su propia vida. Una ansiedad vieja, que llevaba tres décadas sin experimentar con semejante brutalidad, se apoderó por completo de él. Le faltaba el aire…

Antes de que el ataque le sumiese en estados aún más profundos y dolorosos de desesperación, trató de asirse a su propia experiencia racional sobre el tema. Treinta años atrás, sufría semanalmente situaciones de extrema angustia terminal, similar a la que ahora volvía a invadirle. Aunque el miedo llenaba todo su ser, trató de evadirse mentalmente de todo aquella agonía existencial.

Se sentó en el sillón, alejado de su escritorio de trabajo, e intentó calmar su respiración. Pero entonces, la ronca Voz de pesadilla, que no había dejado de retumbar dentro de su cráneo, tomó un control absoluto sobre sus pensamientos. Se convirtió en un ruido masivo ensordecedor, similar al de una horda de demonios ladrando, aullando, llorando…

Sintió que su corazón se ralentizaba dentro de su pecho hasta detenerse, y todos los demás músculos de su cuerpo se retorcían en espasmos extraños. Cada nuevo dolor era un alivio respecto al anterior.

El entorno que alcanzaba su vista desapareció en las sombras, y la Voz le reveló visiones oníricas que estaban más allá de su propia lucidez y de lo poco que le restaba de cordura. Notaba su propio cuerpo físico agarrotado en un doloroso pero lejano rigor mortis. La Voz le obnubilaba, y dentro de una jaula de eterna agonía; hacía que su mente se retorciese en un extraño deleite. Algo dentro de él se resistía, pero todos sus impulsos le hacían sentir aquella vibración demoníaca como una sagrada guía que debía seguir. Llevaba treinta años sin toparse cara a cara con aquello, y por supuesto su consciencia humana lo había olvidado por completo.

En aquellos momentos era sólo un triste viejo tembloroso y enfermo, y su mente en manos de aquella Voz era como mantequilla sobre fuego. Entonces Blanch, fuera de su entendimiento, llegó a sentir que aquel guía incomprensible le estaba “ayudando” con su investigación, pues era Su Palabra. Comprendió también, que él llevaba aquellos treinta años sirviéndole en cuerpo y alma como heraldo y emisario, al igual que tantos otros mortales, propagando aquella Voz en el Mundo…

No obstante, dicha Voz fue progresivamente acallándose hasta convertirse en un sutil murmullo inaudible tras los tímpanos del detective, un susurro que se confundía con el zumbido del flexo y con los ruidos procedentes del exterior.

Repentinamente, su corazón emitió un furioso y doloroso bombeo que parecía contener toda la tensión acumulada durante aquellos eternos minutos sin latir. Después, volvió a palpitar con la cadencia habitual, anterior a que comenzase el ataque. Sus pulmones se llenaron apresuradamente de aire con una sonora y profunda inhalación.

Inmediatamente, al tomar posesión nuevamente de su psique, su consciencia fue absolutamente incapaz de comprender nada de dichas revelaciones, que se disiparon en cuestión de fracciones de segundo dentro de su pensamiento, como si se tratasen de legajos de un mal sueño, dejando de ellas tan sólo una sensación de inenarrable pavor.

Blanch se quitó las gafas y se frotó los ojos. No debía dedicar por el momento ni un solo segundo más en aquel caso sobrenatural, que se había llevado por delante toda su vida. No recordaba el Encuentro, pero si las angustiosas sensaciones, y el dolor físico en el corazón aún perduraba un poco.

Se levantó convaleciente del sillón, no sin antes agarrar la pistola que había dejado allí a su lado, en la mesilla. Apagó la luz del despacho. Se dirigió al cuarto de baño, empuñando el arma, aún receloso. Antes de adentrarse en las tinieblas del pasillo, dirigió una última mirada al cerrojo de la puerta; comprobando que permanecía como lo dejó.

Una vez en el lavabo, volvió a sufrir un gran disgusto al ver varias lágrimas de sangre seca que habían escurrido por su rostro hasta acumularse en su barba. Se estaban repitiendo todos los patrones sobrenaturales que treinta años atrás le arrebataron a su prometida, le alejaron de su empleo y de la cordura, y le privaron por completo de poder llevar una vida normal…

La diferencia es que en aquel tiempo, Blanch era un oscuro y torturado arquetipo propio de novela policíaca. En la actualidad, en cambio, el espejo le devolvía el reflejo de un anciano maltrecho, débil y ensangrentado, tan sólo una débil sombra de aquel retrato turbulento y heroico. Si de aquella no tuvo la fuerza para enfrentar debidamente la inconcebible atrocidad de un mundo ignoto que se lo había arrebatado todo, ahora aquella imponente sombra procedente de eones remotos; seguramente terminaría de pulverizar las ruinas que quedaban de el viejo investigador.  

Con esta desesperante y pesimista desazón se dirigió a su dormitorio, tras haberse aseado y limpiado el rostro de la sangre que parecía haber llorado durante su ataque; dispuesto a enfrentarse a un nuevo ciclo de inconcebibles pesadillas.

Pero, en cuanto se introdujo en la cama, empezó a oír en el tejado del edificio un repetitivo, repiqueteante y molesto ruido como de lluvia o, más bien, granizo. No era un sonido fino, se trataba de un redoble perpetuo que transmitía la sensación de que las tejas estuviesen siendo golpeadas por enormes y pesados pedruscos.

Se asomó a la ventana de su cuarto y vio como miles de pájaros estaban cayendo en picado desde las nubes… No creyó que fuese relevante plantearse siquiera si aquella visión estaba dentro de su mente, o se trataba de un acontecimiento que realmente estaba sucediendo; pues la linde entre realidad y delirio se estaba disipando para Blanch por completo.

El terror y la angustia que acababa de experimentar instantes atrás se reactivaron moderadamente, pero cerró furiosamente la persiana y extrajo del cajón de la mesilla al lado de la cama, unos tapones para los oídos y las pastillas que le hacían dormir profundamente y sin recordar sus sueños. Necesitaba descansar en su cama doce horas sin más distorsiones ni tormentos sobrenaturales. Estaba hastiado de toda aquella abominación, que parecía renacer ahora, tal y cómo él siempre había temido, tal y cómo predecían los diarios de Corkill…

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