Noche del Cíclope Ciego

        Sobre una parihuela de metal oxidado situada en el centro de la estancia y cubierta de limosos y glutinosos charcos de sangre coagulada; yacía la mitad superior de un cadáver humano, tan mutilado que incluso su género resultaba imposible de identificar. 

Aquel inquietante Sigilo estaba inscrito con una meticulosidad cirujana en la piel de su alto abdomen. Todo su rostro había sido extirpado. La piel de los extremos de la cara había sido quirúrgicamente cosida con hilos gruesos en el centro, dibujando una macabra y grotesca cicatriz vertical que partía de lo que alguna vez fue el entrecejo y se prolongaba hasta la barbilla, asemejándose a una suerte de espantosa vagina o boca vertical cosida, encarnada y horrenda…

Sobre semejante atrocidad de faz, en la frente, de igual forma que en el torso; tenía grabado un círculo a sangre que se parecía a un ojo rojo abierto. Todo su cráneo estaba rapado y presentaba considerables hematomas y heridas. Las orejas habían sido cercenadas y en su lugar se abrían tan solo los dos agujeros de los oídos. Cumplía con el mismo patrón de todos aquellos restos encontrados treinta años atrás.

A la altura de la cadera había sido amputada la mitad inferior de su cuerpo con un tajo limpio, recto y uniforme, como de guillotina, a través del cual sus tripas putrefactas y necrosadas se derramaban.

La estancia en cuestión carecía de decoración alguna. Era completamente rectangular, de paredes de hormigón como las del resto de las instalaciones subterráneas del alcantarillado urbano, bastante amplia y exclusivamente iluminada con un círculo de velas encendidas en torno a la camilla en la que reposaba el resto de cadáver, así como por la inquietante luz de la linterna. Las condiciones del lugar eran extremadamente antihigiénicas y los diminutos necrófilos campaban a sus anchas.

Multitud de cajas de distintos tamaños se acumulaban en las esquinas. Conformaban, junto con la ingente cantidad de mierda hedionda, el círculo de cirios, la camilla y una lámpara de operaciones apagada; el único mobiliario. El hedor allí era insufrible y vomitivo.

A pesar de que tanto la sala como las galerías contiguas por las que se había desplazado hasta llegar allí, parecían estar desiertas (a excepción de él mismo, y el medio cadáver sobre la mesilla metálica), sentía una desconcertante y desconsoladora presencia que inundaba toda la estancia, y que llevaba siguiéndole con la mirada durante todo su transcurso por las alcantarillas; aunque no fue hasta llegar a esa sala y recibir semejante impacto, que cobró consciencia de esa sensación.

Entonces, reparó en lo inquietante que resultaba que las velas permaneciesen en su totalidad encendidas en aquel húmedo recoveco, tan escaso de aire. Dio rotundamente la vuelta sobre su propio eje y cerró el portón metálico por el que había accedido allí con un sonoro portazo.

En ese momento, acompañado del portazo, oyó del otro lado de la puerta un espantoso grito, abrumador y desconocido que no podía de forma alguna haber sido emitido por un ser de este mundo. Era agudo y salvaje, amenazador y doliente, y parecía doble; como si se tratase de dos gargantas aullando simultáneamente…

Desenfundó su pistola y la amartilló. Resoluto e imbuyéndose de valor, volvió a abrir el portón apuntando con el arma y el chorro de luz de la linterna fijamente hacia delante.

En cuanto entró, alcanzó a sentir como si la mitad de cadáver que reposaba sobre la mesilla metálica se moviese sutil y fugazmente… Dirigió hacia allí la luz de la linterna con pavor. El cañón de la pistola temblaba.

Ciertamente, la posición del cuerpo parecía haber cambiado ligeramente a como la recordaba. Se dirigió lenta y cautelosamente hacia la camilla, conteniendo su aliento y su pánico. Eventualmente, su mirada se desviaba de manera paranoica hacia atrás y hacia las esquinas y recovecos de la habitación; sugestionado por las estáticas sombras de las velas, tan solo alteradas por la corriente que movía su presencia allí…

Blanch aproximó su rostro a la pieza para poder contemplarla mejor. Así, descubrió que la costura vertical que conformaba la cara se había abierto y manaba profusa y lentamente un limo verdoso y translúcido. Tras aquella cicatriz abierta no había un cráneo mutilado, cuencas oculares vacías, fosas nasales y una amalgama de sangre, no… Había un único agujero oscuro que se adentraba en el resto del corpúsculo como una garganta. Los extremos superficiales de dicho agujero conformaban círculos coronados con multitud de finas y afiladas agujas nacaradas similares a los dientes de un sanguijuela o una lamprea.

Además, comprobó con espanto que exhalaba un vapor oscuro de forma intermitente… Dirigió su mirada al pecho, a la altura del Sigilo, y descubrió aterrado que efectivamente palpitaba en intervalos regulares de arriba abajo, como si respirase.

Dio media vuelta y echó a correr por las alcantarillas, buscando desesperadamente la salida. A sus espaldas volvió a oír un rugido, esta vez menos violento que el anterior, similar a un bramido sobrecogedor y antinatural. En esta ocasión si que ni tan siquiera se planteó en mirar atrás.

Salió de aquel lugar tan pronto como pudo, chapoteando en el reguero fecal y esquivando a las ratas, grandes como perros, que le miraban amenazadoras con sus ojos rojos; bramando y enseñando sus espumosas fauces.

Una vez hubo trepado por la escalerilla de la cloaca, tomó una amplia bocanada de aire fresco y libre. Respiró aliviado, pero su terror permanecía intacto. Durante esa exploración, habían vuelto a él escalofriantes recuerdos extraídos de pesadillas. Recuerdos sobre los trágicos e inexplicables sucesos que le hicieron perder su trabajo de policía más de tres décadas atrás. Una lágrima furtiva se precipitó por su rostro para perderse en su descuidada barba.

Echó la mano al bolsillo diestro de su gabardina, en el que guardaba un frasco naranja con tapa blanca lleno de pastillas, así como la petaca plateada de whiskey. Tragó dos píldoras con un lingotazo rápido y asqueado. Después, del bolsillo siniestro extrajo la libreta negra de la investigación y un pequeño bolígrafo para apuntar detalladamente todo lo que acababa de contemplar.

Nerviosamente, tomó unas cuantas notas sentado en un banco de la zona, iluminado por la tediosa luz ocre de una farola. Después, se levantó de golpe, aunque todavía tembloroso, con intención de regresar velozmente de nuevo a su casa. Pensó que evitaría el Metro, pues lo último que le apetecía era volverse a adentrar en las Profundidades subterráneas de la ciudad…

No obstante, en cuanto se levantó del banco, le fallaron las rodillas y simultáneamente le invadieron las nauseas contenidas de los repugnantes olores en los que se había sumergido recientemente. Cayó de rodillas al suelo y se inclinó hacia delante entre ruidosas arcadas. Después, vomitó abundantemente salpicando sus pantalones y el guardapolvo de su gabardina.

Tras unos instantes se irguió, tambaleándose. Tragó otras dos pastillas con un nuevo sorbo de whiskey, por temor a haber vomitado las que acababa de ingerir anteriormente. Retomó entonces la marcha hacia su domicilio, musitando posibles explicaciones racionales a lo que acababa de presenciar; pero cada planteamiento que formulaba su mente era más demente, descabellado y paranoico que el anterior.

Comenzó entonces a retumbarle la cabeza. Se trataba de un zumbido agudo y constante que le martilleaba los tímpanos y las sientes, y procedía de dentro de su cráneo. Apretó el paso, deseoso de llegar a su casa, donde confiaba que milagrosamente ese doliente pitido de timbre desquiciante y taladrador cesaría.

Pero, durante su caminar, notó como esta vibración aumentaba su tono y su volumen para ir tornándose sutilmente en lo que parecía una melopea o salmodia susurrante, profunda, sobrecogedora… Una especie de Mantra maligno cuya resonancia resultaba extremadamente perturbadora y demencial. Esta melodía sonaba de forma similar a una voz múltiple de ultratumba, sobrecogedora, solemne, monótona y grave que parecía proceder del propio subconsciente, o de los confines lejanos, ignotos y oníricos de los abismos más oscuros del universo…

Se perdió en un océano de asfalto y de muchedumbre humana, que reaccionaba atónita a su paso como si se tratase de un esperpento andante… Arrastrado por delirios terroríficos, caminaba a duras penas por una noche desprovista de colores y de formas, cuyos contenidos eran cambiantes y confusos, incoherentes para la percepción racional; y con cuyos confines, su propio cuerpo se mezclaba y desdibujaba.

Finalmente, terminó de perder el conocimiento sobre un montículo de sacos de basura; en una sucia esquina de un sucio callejón infestado de gatos que devoraban ratas. Cuando despertó y tomó consciencia de su estado, se sintió desafortunado, lamentable y patético. Especialmente por las insidiosas e inquisitivas miradas de los transeúntes que pasaban junto a la entrada de su callejón. Le parecían todos ellos robots programados con expresiones de sorpresa, disgusto y desaprobación.

Sintió un temor instantáneo a que le hubiesen robado alguno de sus efectos personales, pero Blanch era tan extremadamente agarrado, incluso en estado de delirio, que había agazapado sus cosas –en un arrebato de lucidez y de cordura previo a caer en el suelo– entre las bolsas de basura sobre las que yacía, de tal forma que no podrían haber tenido ningún interés ni para los felinos que hurgaban entre los escombros.

Mientras recogía sus pertenencias y recobraba el mínimo de compostura que aspiraba a poder reunir, le alarmó de pronto el amenazador bufido de un delgado gato negro de ojos amarillos justo a su izquierda, que parecía extremadamente molesto con su presencia. Justo después, su sobresalto se replicó con un maullido aterrador, agudo y muy agresivo procedente de su derecha. Otro gato negro, con los ojos verdes, visiblemente más viejo y levemente más grande y gordo le miraba con una ira verdaderamente sobrecogedora, arqueando la espalda y erizando su lomo.

Ambos felinos se acercaban lentamente hacia él, en posición de ataque y con actitud de panteras. Sus ojos brillaban de una forma totalmente desconcertante. Blanch jamás había visto a aquellos animales en una actitud tan extremadamente hostil. Inmediatamente, estremeciéndose y llegando a temer por su integridad, se largó de aquel callejón.

Las nubes tóxicas y ponzoñosas impedían ver la posición del sol y su reloj digital de muñeca, inexplicablemente, se había detenido en las 4:44 de la madrugada. No obstante, juzgando el ambiente y la actividad urbana, determinó que sería aproximadamente el mediodía. Se encontraba exánime, deshidratado y terriblemente famélico.

Al ser ya de día, y como no tenía menor idea de en qué punto exacto de la ciudad se hallaba, decidió adentrarse en la primera boca de Metro que encontró confiando plenamente en que el barullo diurno disiparía sus fobias. Calculando que habrían pasado ya mucho más de ocho horas desde su última dosis, tragó otras dos píldoras del bote naranja con las últimas gotas del fondo de su petaca. Pensó que, al llegar a su casa, se asearía y dormiría hasta el ocaso, pues no podía seguir trabajando en semejantes condiciones.

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