Voz de la Verdad

6 de Noviembre.

 

A lo largo de la emisión, sus intervenciones fueron escasas, carentes de mucho sentido, descentradas y balbuceantes. Hendrick le dirigía a cada rato miradas más y más inquisitivas, mientras proyectaba su grave y ronco tono de voz al micrófono acolchado; disimulando al hablar el desagrado que le estaba provocando la lamentable actuación de su compañero.

Una vez terminaron el programa, parecía evitarle. Él propuso ir a un antro al que solían acudir algunas veces a emborracharse, pues la perspectiva de retornar a su casa le aterraba. Pero Hendrick, al parecer, tenía una importante cita aquella madrugada.

Poco después, al regresar a su pensión, comprobó que el repugnante charco se había secado impregnando su colchón y su ropa de cama de un moho fétido e infecto cuyos vahos repulsivos habían invadido toda la habitación. Sin mayor dilación, atropó su colchón, su almohada y su edredón entre arcadas y los arrastró hacia el ascensor. Allí no tardó mucho en reparar en que de ninguna manera podría caber en ese cubículo su colchón y, además, no estaba dispuesto a encerrarse en aquel diminuto receptáculo con aquella escatología ruginosa en que se había convertido su lecho.

Así pues, lo tuvo que arrastrar escaleras abajo los siete pisos que le separaban del suelo y lo llevó al descampado que había detrás de su edificio. Subió de nuevo a su apartamento y cogió varias botellas de whiskey barato que tenía allí.

Volvió a bajar, esta vez usando el ascensor y volcó todo el whiskey sobre el colchón, la almohada y el edredón que yacían pútridos sobre la tierra arenosa del descampado. Los prendió fuego y se fue corriendo de nuevo a resguardarse en su portal.

Una vez en su casa de nuevo, fregó obsesivamente el suelo y se pegó una ducha, mientras pensaba con resignación que dormiría en aquel incómodo sofá del salón. Aunque conciliar el sueño era algo que ahora temía profundamente…

Se tumbó allí, sintiendo como los rígidos y oxidados muelles se le clavaban en cada músculo y las vértebras se le retorcían entre ellos, los cojines duros y rectangulares inherentes al propio sofá eran irregulares y llenos de fluctuaciones, trató de salvar dichas irregularidades con los pequeños cojines externos, pero resultó inútil; esto hacía su nuevo lecho todavía más incómodo.

Pensó que, en cuanto le fuera posible, iría a comprar un nuevo colchón. Tal vez el próximo día libre. Entre tanto, más le valía acomodarse en el sofá y acostumbrarse a dormir en él.

Incapaz de ello, se levantó enérgico tras apenas una hora y, sin tan siquiera quitarse el pijama y ponerse los vaqueros, se calzó y se abrigó para dirigirse a la calle con la intención de despejar su mente nublada y atemorizada.

 

*****


En cuanto salió a la calle le invadió una sensación de extrañeza, como si la existencia estuviese cediendo ante una aciaga distorsión. Estaba ya comenzando a clarear, en el horizonte se alzaba un discreto y ligero albor dorado y escarlata. 

Descartó la opción de dormir aquella noche, dado que el precoz e incipiente amanecer le estaba imbuyendo de una cierta energía vital a pesar de todas sus extrañas circunstancias recientes, y a pesar de que todavía arrastraba consigo un gran desconcierto ante los acontecimientos del día anterior.

Caminó sin rumbo fijo entre las calles completamente desiertas con una impetuosa sensación de amenaza. Una premonición inconsciente e inexplicable de que algo terrible se cernía sobre él, no tardó en reparar en que sus pisadas se oían a un volumen exagerado y que la soledad y quietud de las frías calles devolvían un eco distorsionado y sobrenatural del más mínimo sonido. Además, no le pareció coherente la forma en la que se trazaba ante él el velo de la realidad. El silencio era abrumador, sobrecogedor y antinatural.

Aquella ciudad jamás reposaba, siempre latía en el bullicio y los ensordecedores ruidos del infierno mecánico en que el hombre había convertido el mundo. Se había perdido, pero apenas había caminado unos 20 minutos. Miraba a su alrededor y contemplaba una ciudad con matices desconocidos, como si ya no fuese su ciudad, como si ni tan siquiera fuese este mundo.

¿Estaba perdiendo la cabeza? Las formas y los ángulos de los edificios y del mobiliario urbano ya no respondían a la geometría euclidiana tradicional y sus figuras se distorsionaban y deformaban de maneras que escapan a lo que la mente humana es capaz de concebir, de hecho parecía que la arquitectura urbana se estuviese moviendo de manera lenta y enrarecida.

Entonces, empezó a sentir multitud de presencias en las esquinas, los soportales, los callejones... pero no era el típico y habitual pandemonio humano de ajetreados transeúntes dirigiéndose a sus puestos de trabajo de buena mañana, no. Eran presencias estáticas, subrepticias y siniestras, las cuales parecían estar todas ellas centrando su atención y sus miradas en él…

Le invadió un terror abrumador, especialmente cuando distinguió que la cada vez más creciente cantidad de personas que le contemplaba tenía un rasgo común: no tenían rostro.

Se sintió afortunado de no estar lo bastante cerca de ninguno de esos observadores como para contemplar nítidamente qué era lo que tenían en el lugar de la cara y que; en la lejanía, se asemejaba a una boca vertical que les ocupaba la cabeza desde la barbilla hasta la frente, entreabriéndose en algunos casos y sugiriendo unos finos y alargados colmillos.

De pronto, oyó un aliento jadeante y desgarrado tras su espalda. Sin tan siquiera girarse, echó a correr instintivamente, pero inexplicablemente se desplazaba a un ritmo lentísimo, era desquiciante, su cuerpo se movía como si corriese pero la velocidad a la que avanzaba era atrozmente anormal, como si estuviese bajo el agua o en la superficie de la Luna; de hecho, la sensación que le invadía era tan agobiante y asfixiante que le dificultaba hasta respirar.

Se desesperó, entonces, se volcó sobre sus brazos que, sin darse cuenta, se habían alargado instantáneamente de forma inhumana... Comenzó a correr a cuatro patas pero ni aún así consiguió ganar celeridad, seguía desplazándose a una velocidad más lenta aún que si caminase. Esto le provocaba una fatiga terrible y hasta una especie de dolor físico, pero aún así el pánico le impedía detenerse…

Abruptamente, el estridente sonido de un camión de la basura entrando por la ventana como un insulto de la maquinaria inmensa que cubría la civilización; le arrancó violentamente de su sueño. Nuevamente una mezcla de angustia, alivio por haber despertado, confusión extrema y pánico le invadían.

Apenas estaba comenzando a amanecer, la luz que entraba por la claraboya de la buhardilla era pálida y lejana. Pero no veía cómo lograría dormir más, dada la absoluta ansiedad que lo invadía. Se notaba exhausto, con los músculos y los pulmones doloridos como si realmente hubiera estado corriendo por encima de sus posibilidades. No tenía la sensación de haber dormido. Pero, al mismo tiempo, todos los componentes de su estructura ósea estaban contracturados y desequilibrados, dada la teratológica forma del viejo sofá sobre el que yacía.

Se encendió un cigarro, irguiéndose con dolor y dificultad. Tosió abundantemente entre nauseas y arcadas. Notó unas intensas ganas de orinar acompañadas de un intenso picor en los testículos, ingles y perineo.

Comenzó a rascarse automática e instintivamente para comprobar con terror que el escozor no era superficial, si no que parecía provenir de debajo de la piel. Además, al rascarse parecía estar arrancándose literalmente la piel genital a jirones. Se precipitó al baño y allí se bajó los pantalones para corroborar con espanto que sus calzoncillos estaban abundantemente manchados de sangre.

Pero su espanto incrementó exponencialmente cuando bajó los calzoncillos y observó que sus genitales estaban siendo devorados por aproximadamente media docena de gusanos ensangrentados, negros, gruesos y abominables; que le entraban y salían por la uretra y escarbaban nuevos agujeros en la carne blanda de su pene y escroto.

Se despertó febril y jadeante en el sofá, con la desquiciante alarma del despertador de su teléfono móvil, cubierto con la vieja y áspera manta con la que había tapado su cuerpo escombro al acostarse, sintiendo una dolorosa contracción en toda la espalda, la cadera, los hombros y el cuello, tensión en las piernas y brazos; y un taladrante dolor en sus sientes que se extendía por todo su cerebro.

A pesar de su agónico malestar y su incipiente fiebre, se levantó y se aseó lo más rápido que le permitían sus doloridos y debilitados huesos. Siempre se había caracterizado por ser una persona extremadamente implacable e inmisericorde ante la dejadez o el descanso.

Por la tarde había quedado con Hendrick, como cada día, para comer y comenzar a preparar el programa de medianoche en la cafetería de la esquina de la avenida noroeste, a unos diez minutos de su casa. Sin duda, su colega se preocuparía considerablemente si seguía viéndole en una espiral de descenso hacia el abismo tan evidente como estaba experimentando.

Al igual que para dirigirse a la radio, el camino a la cafetería pasaba por la calle del cementerio. Cuando contempló aquella estampa, le invadió una desolación aterradora que le transportó a lo más remoto y profundo de sus caóticas y deformes pesadillas de aquellos últimos días.

Decenas de miles de cuervos, mirlos, gorriones y palomas yacían triturados y –empapados por el fino rocío de la niebla vespertina– conformaban un légamo oscuro y tétrico que ennegrecía aún más el desolador paraje de la necrópolis. Eran tantos que prácticamente no quedaba un rincón del suelo o de las superficies de las losas, lápidas y tejados de los mausoleos sin cubrir por sus plumajes y entrañas desperdigados por todas partes…

Al parecer, aquella mañana, varias zonas conclave de la ciudad habían amanecido recubiertas por una masa de negras plumas sobre rojas vísceras avícolas. Numerosas bandadas de pájaros muertos y mutilados se extendían por varias hectáreas de la urbe, en cúmulos concretos que curiosamente encajaban a la perfección en las áreas en las que este extraño fenómeno había sucedido. Es decir, por ejemplo, que el Parque Norte estaba cubierto enteramente de cadáveres de aves; pero esa capa de muerte no se extendía ni un solo centímetro fuera de las verjas del parque (a excepción de alguna pluma movida por el viento). De igual forma sucedía en el camposanto, en la plaza de la Catedral, en tejados de edificios concretos y en diversos otros lugares.

Curiosamente, aunque ya era mediodía, no parece que los servicios de limpieza hubieran tenido tiempo para recoger absolutamente todos los cadáveres avícolas. Pero aquel no había sido el único suceso extremadamente macabro e improbable que se había dado aquella noche de Noviembre, aunque sí el único que no pudo pasar desapercibido ante la ciudadanía, por razones lógicas.

Toda la población estaba estupefacta. Los titulares de portada de toda la prensa escrita, así como los noticiarios de radios y televisiones locales, bombardeaban enérgicamente a la audiencia con el misterio. Las imágenes de las praderas de cadáveres de aves habían inundado las redes sociales.

Parte de la atención mediática trataba también de reflotar desesperadamente el interés hacia los extraños e inexplicables sucesos que estuvieron ocurriendo en la ciudad tres décadas atrás, dado el nivel de extravagancia e inverosimilitud del caso, muy similar en incongruencia a los que resultaron tan frecuentes durante esta época. Los más sensacionalistas, recordaban que la urbe estaba maldita.

Al salir a la calle y encontrar semejante panorama, el periodista temió estar siendo presa, por tercera vez consecutiva aquella mañana, de nuevas pesadillas. Decenas de trabajadores ataviados con trajes blancos de gestión de residuos tóxicos, recogían los pájaros muertos y los amontonaban en bolsas negras. Su actitud ante esta labor era evidentemente cansada, pues debían llevar toda la mañana realizando aquella tarea; pero totalmente neutral, como si estuviesen recogiendo las hojas secas de otoño, como si no estuviesen contemplando una Plaga bíblica.

Su sospecha respecto a seguir soñando se disipó al llegar a la cafetería. La actitud de Hendrick le hizo ser plenamente consciente de que ambos estaban experimentando el sueño de la vigilia, es decir, que estaban categóricamente despiertos en ese distópico mundo que habitaban.

Los rostros de ambos compañeros se encontraron con el mismo tipo de mirada de seria estupefacción y desconcierto. No entendían qué podía pasar, puesto que lo que había sucedido no tenía ni lógica ni explicación posible; pero lo que sí tenían claro era que habría mucho de lo que hablar en el programa de aquella madrugada.

–No sé qué mierda es esto, pero entre tu historia de ayer y las movidas que estuvimos hablando luego en el programa, tuve unas pesadillas de la hostia. Y te lo juro por mis muelas, creo que soñé precisamente con pájaros muertos sobre el suelo. Luego me despierto y veo esto –dijo Hendrick–… En fin, nunca me he caracterizado por tener buena intuición y tú lo sabes. Pero no puede ser una casualidad.

–Es una Plaga –contestó él, pues esa fue una de las primeras palabras que su mente logró articular al girar la esquina de su calle y contemplar aquello sobre el cementerio. Luego, su mirada se desvió levemente de Hendrick para perderse en un infinito abismo de terror silencioso y mal disimulado…

–¿Tú hoy has vuelto a soñar con movidas raras? –inquirió Hendrick, tras unos segundos de estupefacto silencio por parte de ambos.

–No –mintió él, ya que de pronto acababa de descubrir que, desde hacía un tiempo indefinido, ya no se sentía tan cómodo con la actitud de su compañero ante sus preocupaciones y problemas–. No recuerdo lo que he soñado hoy…

Entonces, desvió rápidamente el tema, tratando de asirse a su línea de rigor profesional y seriedad habitual, que tanto le había caracterizado siempre. Propuso tratar de contactar con algún experto que aportase explicaciones hipotéticas totalmente científicas de lo ocurrido, así como también buscar alguna figura relevante en el mundo de las teorías de la conspiración, las noticias de sucesos y el misterio; con la intención de organizar un pequeño debate durante la segunda mitad de programa.

Quizás los culpables de semejante genocidio avícola fuesen tan sólo  hélices, o motores de aviación. Tal vez la causa fuese alguna fenomenología climática desconocida pero explicable, como aquellas extrañas ocasiones en las que llueven sapos. O tal vez se pudiese tratar de alguna clase de tecnología secreta militar, terrícola o extraterrestre; una maldición ignominiosa e incomprensible, o fuerzas del Infierno liberadas por la Tierra… 

A Hendrick pareció gustarle la idea del debate, y su intención oculta de apartar la atención del mismo respecto a su plano personal y onírico tuvo efecto. Él estaba convencido de que Hendrick se estaba inventando lo de que soñó con pájaros muertos por puro sensacionalismo, pero era esa clase de actitud la que les permitía a ambos conservar a la poca audiencia que aún les escuchaba.

Aquella tarde y noche, tuvieron más trabajo del habitual. Desde que salieron de la cafetería para dirigirse al estudio de radio, hasta que la emisión terminó, pasadas las dos de la mañana, toda su conversación y dedicación se centró en el asunto de los pájaros muertos. Estuvieron haciendo llamadas e intentando invitar al programa a varios expertos, pero ninguno serio accedía a participar, ni tan siquiera telefónicamente, en aquel proyecto. Sólo lograron reunir a la clase de personajes habituales… Pero lo cierto es que se presentaba un programa bastante interesante.

 

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