Todas las Arañas Saben Amar

          No tenía sueño, aunque era tarde y se encontraba físicamente exhausto por la mudanza. Continuaba, tras toda la velada, en el salón. Sentado en el sofá con el mando de la videoconsola (el único mobiliario que había instalado en su nueva casa) firmemente agarrado entre sus manos, y la mirada clavada en el televisor con una expresión bastante furibunda en el rostro. 

En esos momentos, se encontraba inmerso en una encarnizada contienda contra el tétrico e imponente Nito, el estandarte de los No Muertos. Una mole flotante de esqueletos unificados por una especie de miasma de pura oscuridad componía el cuerpo del monstruoso dios telúrico quien, por si su presencia y fuerza de ultratumba no fuesen suficiente, se encontraba acompañado de sus esqueletos acólitos que se reanimaban cada vez que caían…

Se trataba de la décimo tercera vez consecutiva que su personaje moría violentamente a manos del primer no muerto, para resurgir de nuevo a la luz de las apacibles llamaradas ocres de la hoguera que se escondía entre la absoluta oscuridad de la Tumba de los Gigantes.

Por tanto, estaba atrapado en el bucle de muertes y reencarnaciones provocado por la distorsión cronológica que afectaba a todo Lordran y, en definitiva, completamente absorto de cualquier asunto del aburrido, aparentemente confortable y seguro, mundo real. Prácticamente convertido en Hueco, sumido en la maldición de la Marca Oscura.

A su espalda, a menos de un metro del respaldo del sofá, desde el oscuro portal del armario empotrado entreabierto; le observaban cuatro pares de ojos rojos y bestiales. La criatura era descomunal, más grande que un perro grande. Sus quelíceros negros vibraban silenciosos, como si se relamiese. Sus pedipalpos se movían de arriba abajo, mientras levantaba lenta pero ansiosamente las dos patas delanteras.

Cuando él se volvió sobresaltado, notando clavada en su nuca la mirada del endriago y escuchando un crujido desconcertante proveniente del armario; la monstruosidad ya no resultaba visible. Tan solo los bultos de las pocas chaquetas que había sacado de las cajas de la mudanza, alcanzaban a distinguirse entre las tinieblas. Al girarse de nuevo hacia la pantalla, su personaje se encontraba nuevamente en la Hoguera de la Tumba de los Gigantes, convertido en un pedazo de lánguida y putrefacta carne negruzca, moviéndose como si respirase profundamente, y contemplando ausente las llamaradas con sus negras cuencas vacías.

La araña volvió a hacerse visible, y olisqueó con deleite y malicia la frustración, rabia y tensión acumulada que provenía de su huésped. Ella habitaba aquel antro desde muchos años antes de que él adquiriese el cuarto. Llegó allí a través de las pesadillas del primer propietario; aquel desquiciado, demente y extremadamente vago aspirante a brujo, que murió de soledad y de locura para ser devorado por su hambriento gato. Aquellas pesadillas la despertaron y la permitieron recuperar su forma física.

Desde entonces, había estado realizando allí su oscura labor; tejiendo las redes del Caos en las que quedaban enredadas las mentes de los mortales. Con el fin de mantener su gigantesco cuerpo físico de tarántula, frecuentemente abandonaba el sórdido ático para cazar musarañas, aves y murciélagos que habitaban en los recovecos y esquinas del tejado; donde ella tendía sus embrujadas redes para atraparles. Estaba rodeada de vida para corromper y de la que alimentarse. Aquella ciudad rezumaba demencia y angustia, era exquisito.

Además, los mortales a los que atraía aquella ruinosa pensión tendían a ser luctuosos y atribulados sujetos, extremadamente óptimos para los hechizos oníricos de los Velos que tramaba en el tejido mental… Ella jamás se dejaba ver por los mortales en la vigilia, pues su lugar estaba entre las tinieblas.

El humano empujaba hacia delante el joystick, su personaje estaba próximo a alcanzar la cortina de niebla de la entrada hacia el hoyo de Nito, dispuesto a recuperar su cuantiosa cifra de almas ahorradas y –si fuese posible– derrotar por fin al tétrico Dios de la Muerte. Pero entonces, uno de los diminutos y cabezudos bebés esqueleto que custodiaban el túmulo, le causó una infección que devoraba con una celeridad espasmosa su barra de vitalidad, bastante torturada ya por los múltiples ataques que había recibido en esa zona, desconcentrado y fatigado como estaba. Al pulsar el botón izquierdo, y antes de que su personaje pudiese llevar el dorado frasco a sus pútridos labios, un gemido de exhalación le hizo caer en redondo hacia delante. Sonó una grave tonada y todo se volvió negro mientras en la pantalla aparecía el repetitivo mensaje: ‘you died’.

Frustrado e iracundo, salió de la partida y apagó la consola y la televisión, refunfuñando. Se quedó sentado en el sofá contemplando el piloto rojo del aparato durante un rato. La araña emergió del armario y se dirigió hacia él, moviendo de forma desconcertantemente lenta sus patas retorcidas, alargadas, negras y peludas.

Empezó a invadirle la somnolencia, con lo que se levantó del sofá. Mirando la mesa del salón, llena de mierda, latas de cerveza y bolsas de aperitivos, y con una montaña de colillas en el cenicero; pensó que ya limpiaría ese desastre al día siguiente. También desharía todas las cajas de la mudanza y se terminaría de instalar en aquel ático ruinoso que había comenzado a alquilar ese mismo día. Se dirigió al baño para mear sentado mientras se lavaba los dientes, como siempre hacía a esas horas.

La araña siguió sus pasos y salió del salón tras él. En el pasillo, se desvió hacia el dormitorio. A pesar de su bestial tamaño, los sigilosos ruidos de sus patas en el parqué resultaban prácticamente imperceptibles al oído humano, y más aún al de un humano acostumbrado al pandemonio acústico de la ciudad.

Llegó a la habitación del mortal y allí tejió, sobre el cabecero de la cama, su habitual atrapasueños, que era también un portal hacia las entrañas de su progenitor; quien la había traído a ella al mundo millones de años atrás, arrastrándola desde las profundidades del Caos primigenio.

El humano llegó a su guarida y, una vez allí, se sentó en el lecho. Comenzó a liar un último porro con la intención de fumarlo tumbado, mientras su mente se sumergía en ensoñaciones y fantasías sobre la Tumba de los Gigantes y el resto de Lordran.

Sin embargo, no tardó en conciliar el antinatural sueño de la araña, dejando el canuto apagarse en el cenicero (no sin antes provocar una nueva quemazón en la sábana). Desde su duermevela, percibía una lejana e indiferente presencia entre las sombras de su cuarto…

Aquella noche sí recordó sus pesadillas, por primera vez en varias semanas. Y fueron aterradoras…

Estaba en el pueblo de su infancia. Se percibía como un niño, y no conservaba absolutamente ninguna noción de sí mismo como adulto. Sin embargo, aquel escenario no era exactamente el espléndido y plácido campo de idilio en el que él se crió.

Todo cuanto veía era gris, la vegetación estaba muerta, y el ambiente se volvía cada vez más turbio e insidioso. Se sentía triste y tenía mucho miedo.

Su casa, una pequeña y rústica vivienda familiar de ladrillos rojos, estaba vacía, y por alguna razón le aterraba permanecer dentro de la misma.

Mientras exploraba las calles de aquella aldea fantasma, el niño no encontraba a nadie conocido, aunque eventualmente veía a lo lejos figuras oscuras y confusas que correteaban doblando esquinas y perdiéndose de su vista.

Se alejó del centro del pueblo por los caminos hacia el campo, paseando como solía él hacer cuando estaba allí. Los pocos árboles que veía eran troncos negros y muertos, como si hubiesen sido calcinados. Todos los prados y cultivos eran ahora un yermo de arenisca gris, como ceniza.

Mientras andaba, empezó a tomar consciencia de que el único sonido que estaba escuchando, donde antes había cantos de pájaros y ruidos de cigarras, era una especie de ritmo discreto y grave, similar a un bombeo. Miró al suelo y descubrió que a sus pies miles de corazones palpitantes y sangrantes estaban desperdigados, como si fuesen piedras por el camino.

Después, miró al cielo, y vio que, donde debería estar el firmamento, se contemplaba una inmensa telaraña iridiscente sobre un abismo de oscuridad absoluta. No obstante, toda la tierra parecía estar recubierta de un resplandor blanquecino, como el de la Luna.

Entonces, sonó una especie de alarido omnipresente que desgarró la quietud del onírico páramo. Ante el pequeño, se alzó una imponente mole de esqueletos que se congregaban en forma de esfera, en torno a una estrella negra, flotando suspendida sobre el camino. Su sola presencia congelaba el aliento.

Huyó corriendo en dirección contraria, como alma que lleva el Diablo. Al avanzar, luchaba contra una fuerza extraña. Era como correr bajo el agua, como si un huracán le estuviese arrastrando hacia atrás; pero no sólo era eso. Su propio cuerpo cedía a una especie de impulso de ralentización. Se echó hacia delante, intentando empujar con sus manos el suelo debajo de sí y acelerarse aún más. Sus brazos llegaron perfectamente a la tierra, como si se hubiesen alargado, y comenzó a correr a cuatro patas, alejándose de aquel camino. Pero por más que cabalgaba y cabalgaba, no volvía a aparecer ante él su aldea.

Cuando estaba a punto de desesperarse absolutamente, a lo lejos comenzó a ver formas de estructuras y titilantes luminarias artificiales. Recuperó la fe y siguió corriendo como un perro hacia allí.

De pronto, sin darse cuenta de en qué momento había llegado a ese punto, se encontró a sí mismo deambulando casi sin aliento entre confusas, desiertas y laberínticas calles urbanas, bajo la luz de extrañas farolas, huyendo de un enemigo invisible. Se veía desde fuera, y su forma no era en absoluto la de un niño, ni la de un humano. Era una especie de abominación oscura y peluda. No se podía identificar con un perro, ni en tamaño, ni en forma ni en aspecto.

El suelo bajo sus patas comenzó a derretirse. Se convertía en una especie de caldo negro, espeso y cálido. Volvió a contemplar desde los ojos de la abominación, que seguía tratando desesperadamente de huir, justo a tiempo de comenzar a sumergirse en una especie de río de petróleo.

Cuando su cabeza se hundió en la oscuridad, le faltó el aliento. Volvió a rasgar el silencio aquel alarido múltiple y omnipresente que había escuchado antes…

Despertó abruptamente, cuando aún no había amanecido pero los primeros rayos de sol pintaban, tras el horizonte, el cielo de morado. Se escuchaba desde la calle el cruel y brutal pandemonio acústico de un camión de limpieza, que fregaba toda la acera y el asfalto con un poderoso chorro de agua a presión, mientras unos rodillos frotaban el suelo frente a sus ruedas.

Rápidamente, la idea de tomar unas cuantas notas desatinadas de aquella experiencia onírica en el diario en el que solía apuntar sus sueños le resultó urgente y necesaria. Pero, con la mudanza, ese cuaderno se encontraba en alguna de las cajas de papeles que había dejado en la habitación…

Se levantó abruptamente a buscarlo, pero las ganas de mear le invadieron en cuanto abandonó las cálidas sábanas, impidiéndole ponerse a rebuscar entre aquellos bultos.

Una vez en el baño, las imágenes del sueño como tal comenzaban a desvanecerse de su mente, pero no el angustioso miedo y confusión.

Pensó que debería aprovechar el madrugón para ganar tiempo en la labor de instalarse en su nuevo hogar. Empezaba a entender por qué razón aquel antro le había resultado tan extremadamente barato, para tratarse de prácticamente el centro de la ciudad, pues no le gustaban nada las vibraciones que acumulaba aquel dormitorio, ni las sensaciones que había experimentado durante la noche…

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