Callejón de los Gatos Furiosos

        Catarina condujo al viejo Crowley hasta una alcantarilla al fondo del callejón. La gata negra se coló por la diminuta rendija horizontal, como si se tratase de una sombra. Después, asomó la cabeza, y le indicó con la mirada que la siguiese.

        Crowley odiaba las alcantarillas. Sí, estaban repletas de ratas gordas y grasientas; pero también había demasiada humedad y, para colmo, se sentía atrapado por aquellas galerías de pesadilla. A diferencia de Catarina, él no había vivido toda su vida en las calles, y era bastante más escrupuloso que sus colegas. No obstante, entró sin apenas dudar. 

Algo aciago e inquietante se respiraba en el ambiente, y la mirada que la gata y él acababan de compartir le transmitió misterio. La principal característica de la personalidad felina es la curiosidad, y la atracción que Crowley sentía hacia el misterio, era aún mayor que la que sentía hacia Catarina. La combinación de ambas cosas, por tanto, prometía aventuras salvajes y excitantes.

Juntos deambularon sobre aquellos pestilentes y densos fangos que se arrastraban y gorgoteaban por las fosas subterráneas. Caminaron durante, aproximadamente, treinta minutos. La conducta de la multitud de ratas allí abajo, era muy diferente a la que mostraban en la superficie. No huían ni se escondían ante sus felinas presencias, si no que se mostraban osadas, hostiles y violentas. Parecían coordinarse y sincronizarse para rodearlos peligrosamente, y eran los gatos quienes tenían que esquivarlas y evitarlas, puesto que juntas parecían una amenaza invencible.

Crowley tenía un verdadero trauma con aquel laberinto bajo tierra, pero no recordaba que la última vez que se adentró en aquellas Profundidades le resultasen tan extremadamente infernales como le estaban pareciendo ahora. No obstante, su terror felino agudizaba aún más sus sentidos.

Finalmente, tras una media hora aproximada que realmente se sintió como una eternidad para él, llegaron a una recóndita esquina en cuyo suelo se abría un agujero redondo. La gata miró fijamente el agujero, y después le dirigió nuevamente la mirada. Sus ojos amarillos brillaban ferozmente en la oscuridad con los reflejos del agua hedionda. Los destellos iridiscentes de sus enormes pupilas rasgadas, eran endemoniadamente hipnóticos. A Crowley, esta mirada le transportó al sexo salvaje que solían compartir ambos. Descubrió que Catarina estaba extremadamente excitada. Cuando estaba en ese estado, no parecía ella misma. Parecía más irracional, más bestial, más animal…

Sin dilación ni cuidado, la gata miró de nuevo al agujero y saltó de cabeza. El gato la siguió, con la misma celeridad que su compañera, pero algo más prudencia en sus movimientos, temeroso e inquieto; pero ante todo curioso.

Ambos se deslizaron por una tubería resbaladiza y llegaron a una rendija decrépita y ruinosa de hierro oxidado, situada en lo alto de una pared de una sala amplia; la cual se sentía como habitada de una energía desconcertante e insidiosa. Parecía tratarse una de las antiguas cámaras selladas que se ubicaban bajo las galerías del Metro…

Catarina tumbó con la pata la rendija oxidada, la cual calló como un legajo de barro negro. Inmediatamente, saltó ella al suelo de aquella cámara. Cuando Crowley asomó el hocico, antes de saltar, la bocanada de aire que respiró, le confirmó que se trataba de una de las salas de las milenarias catacumbas de la ciudad. Allí olía profundamente a muerte. Gatos muertos, humanos muertos. Centenas de cadáveres que habían sido acumulados en aquel lugar durante tiempos aún más oscuros que los que corrían…

También olía una energía desconocida que no alcanzaba a distinguir pero que, en cualquier caso, activaba sus sentidos de alerta como ningún otro olor antes había logrado activar…

Su visión nocturna le permitía ver el brillo de los ojos de la gata que le miraban desde abajo. Catarina le observaba serena, esperando que saltase; con sus orejas atentas y un porte entre abrumador y adorable. Pero no estaban solos.

Al liberarse del hechizo de la mirada de la gata, y a medida que se acostumbraba a la oscuridad adyacente, fue distinguiendo en derredor decenas de ojos de otros gatos. Crowley no alcanzaba a contarlos, pero parecían una multitud.

El hedor de la putrefacción impedía distinguir con el olfato sus identidades, y no alcanzaba a ver el color de sus pelajes, pero no parecían los gatos del barrio. Para empezar, no se sentían como ellos. El silencio era abrumador, no había gritos dementes, gemidos de seducción o rugidos de lucha. No se escuchaba, en definitiva, ni la habitual algarabía felina propia del callejón, ni ningún otro ruido. Sólo eventuales chasquidos provocados por los pisoteos de las patas sobre los trozos de suciedad y cadáveres de insectos que se acumulaban en el suelo.

Los gatos, no obstante, se movían lenta y ceremoniosamente. Algo desconcertante estaba sucediendo. Él parecía invitado, pero no se estaba enterando de nada.

Un único maullido, seductor e impaciente, rompió el silencio absoluto. Catarina se relamía, mirando fijamente a su acompañante mientras ladeaba la cabeza. Algo en ella era inquietante también. Parecía estar fingiendo su conducta habitual, en lugar de comportarse de forma espontánea y natural, como hacía siempre.

El eco de su suave maullido, de hecho, se sintió estremecedor. Algunos gatos circundantes la miraron sorprendidos y fulminantes, como si hubiese sido ofensivo romper el silencio. La gran mayoría, en cambio, la ignoró. Parecían absortos, sus miradas estaban simultáneamente atentas y ausentes; como si contemplasen el absoluto vacío. Dirigían sus cabezas lentamente hacia todas partes y hacia ninguna, caminando muy lentamente sin ton ni son.

Crowley volvió a mirar interrogante a Catarina. Ésta le contemplaba fijamente y con instinto en su mirada, como si él se tratase de un murciélago al que ella ansiaba cazar. Volvía a hacer eso con el brillo de sus ojos ocres, le estaba hipnotizando con su sensualidad.

El gato saltó. Al tocar el suelo con sus patas, inmediatamente notó que había algo más allí junto con aquella miríada de gatos. El olfato lo seguía teniendo exclusivamente invadido por aquel olor cadavérico de las Profundidades, pero sus sentidos vibracionales felinos detectaron una compañía que, por la presencia física, parecía humana. Se encontraba quieto y de pie, en algún lugar de la estancia y, a juzgar por el absoluto silencio (que sólo el aliento de un gato puede replicar); no debería estar respirando. Los humanos nunca respiraban tan sigilosamente. Pero sus vibraciones energéticas humanas sí estaban allí, aunque eran mucho más densas y desconcertantes que las de cualquier humano que hubiese conocido. Si no era humano, debía tratarse de un gran gato bípedo de aproximadamente dos metros…

Crowley se volvió para encontrarse con Catarina, pero ella ya no estaba donde le estuvo esperando hasta el instante en que saltó. Se había confundido con el resto de gatos.

Le resultó extremadamente extraño que la peste circundante fuese tan invasiva que le impidiese aún reconocer ningún olor. Lo normal sería que ese bloqueo ya se hubiese disipado a fuerza de costumbre, pero aunque trataba de buscar el rastro de su amiga, le resultaba imposible distinguir nada.

Además, su visión de las sombras tampoco estaba respondiendo como normalmente hacía, lo cual sólo podía deberse a que la oscuridad fuese total y absoluta.

Se sentía como si algo más grande que él estuviese distorsionando sus propios sentidos felinos. Como si fuese una rata siendo presa de la toxina que los gatos emitían para calmarlas, serenarlas y entumecer su percepción del peligro…

No sabía como salir de allí, no encontraba a su amiga y no se encontraba tampoco a sí mismo. Una presencia amenazadora parecía estar distorsionando su sensitividad poco a poco. Un miedo como nunca había sentido antes comenzaba a invadirle desde dentro, haciendo arquear lentamente su espalda y erizar sus negros cabellos.

No obstante, se encontraba adormecido. Y, para su sorpresa, encontró en esa nueva sensación de miedo y entumecimiento, una nueva forma de placer y de fervor, indescriptible y también única en su vida. Ni Catarina dándole la espalda y levantando la cola, después de mirarle como ella le miraba, provocaba en él una reacción semejante. Ni tan siquiera el hechizo fascinante de contemplar una luna llena en una noche de caza fructífera se comparaba a la abrumadora emoción que le invadía en ese momento. No se había sentido de forma tan gozosa ni tan siquiera cuando aquel humano con el que solía vivir le cuidaba y le consentía, permitiéndole dormir en un lugar cálido y confortable todas las noches. Aunque la sensación que le invadía ahora sí que era de un confort ligeramente semejante al de aquellos días, esta vez se hacía muchísimo más embriagadora.

Algo dentro de él quería ronronear, pero no pudo. Sintió entonces que no tenía pleno control de su cuerpo. Estaba deambulando en la oscuridad, entre las iridiscencias fantasmales de los pares de ojos de aquellos gatos, confundiéndose con ellos y diluyéndose en las Sombras. Ya no sabía ni cuanto tiempo llevaba allí.

Y entonces, se manifestó… No era en absoluto un humano, como había imaginado. Aunque sí era enorme, como percibió en un primer momento por sus vibraciones. Tampoco era, ni mucho menos, un gato gigante, como había llegado a temer. Era una figura que parecía ser de la misma oscuridad que llenaba toda la cámara. Su mera presencia deformó dicha oscuridad y distorsionó los límites físicos de la estancia.

Crowley vio también sus ojos, como dos luceros similares a soles negros en un abismo intangible e inimaginable. Y entonces su visión nocturna no sólo se restableció sino que se vio también amplificada. Su olfato también había mejorado, y el resto de sus sentidos felinos. Sin embargo, no tuvo tiempo de sorprenderse ante sus nuevas habilidades, pues notaba un cambio en su esencia y su mente se sumergía velozmente en una especie de sueño; un trance extraño que desembocó en un festín de luces y sombras, alaridos salvajes y enfurecidos de otros gatos, imágenes grotescas y olor a sangre humana…

 

*****


Despertó placidamente, notando la cálida luz del sol en su pelaje. Se sentía cómodo, alimentado y ronroneante. El olor de Catarina y una sombra en su rostro le hicieron entreabrir perezosamente los ojos. Ella le miraba, entre la ternura y la inquietud, en su carácter habitual. Tenía los bigotes y el morro ligeramente manchados de sangre reseca. Él se irguió y le lamió la boca, limpiándole las manchas. Definitivamente, sabía humana.

Él había probado la carne humana poco después de que su último amigo humano falleciese, mucho antes de conocer a Catarina; cuando se sentía un niñato inútil, hambriento e incapaz de cazar o de sobrevivir por su cuenta; un cachorrito llorón que no se atrevía aún a lanzarse a las laberínticas calles del exterior. Calles ruidosas, frías y peligrosas; de las que fue rescatado de bebé y donde, según tenía entendido, había muerto su madre.

Pero el sabor a humano que él recordaba, era más rancio y aderezado. Esta sangre estaba más fresca, aunque le resultó familiar y extremadamente reciente. Terminó de limpiar el hocico de su amiga y la miró de nuevo a los ojos con cariño. Normalmente, el que se despertaba primero le traía al otro alguna rata o paloma para desayunar, pero aquel día no fue así. De todos modos, aunque no recordaba absolutamente nada de la noche anterior, sentía su estómago lleno; como si se hubiese comido a cien ratas durante la velada.

A pesar de su saciedad, mientras se miraban, ambos pensaron simultáneamente lo mismo y comenzaron a olfatear siguiendo el rastro de los roedores para el desayuno. No tenían nada más que hacer, y la comida nunca sobraba.

Mientras se alejaban, Catarina adelantó a Crowley, y la brisa le permitió a él distinguir que su rastro había adquirido ese matiz tan característico. Ese olor fuerte, entre dulzón y agrio, que se acentuaba tanto cuando estaba en celo. Ella se paró y arqueó su espalda, estirando hacia delante sus patas delanteras y hacia arriba sus patas traseras; poniendo el culo en pompa mientras levantaba la cola. Él, con su rostro justo detrás de su culo, se relamió sintiendo que era el gato más afortunado del universo.

Se lanzó a su lomo, y comenzó a morder su cuello y su cabeza. Pero, en ese mismo momento, un bufido grave y enfurecido les interrumpió. Desde la montaña de bolsas negras pestilentes, les miraba con su único ojo Pete el Pelado, con su habitual expresión corporal de pelea, que tan ridícula resultaba siendo él un lisiado. Antes de que Crowley se volviese para reaccionar atacándole, Pete agarró con la boca algo que reposaba bajo sus patas delanteras y se lo lanzó. Era una mano humana decrépita, sin piel y destrozada. Devorada a mordiscos de colmillos de gato. Los gusanos ya se habían apoderado de ella.

Pete era un marginal, no se le solía permitir el acceso al callejón, de hecho, al gato calvo le faltaba un ojo porque, en el pasado, el jefe del clan de Crowley y Catarina se lo había arrancado ferozmente en una pelea. No obstante, el puto colgado no aprendía y aún aparecía de vez en cuando por allí. El gato enfermo y maltrecho era ladino y endemoniadamente malo. Conocía el pasado doméstico de Crowley y su traumático desenlace, y solía burlarse. Así que seguramente habría encontrado eso por ahí y se lo habría lanzado para provocarle y tratar de amedrentarle. Pete bufó nuevamente en señal de mofa, y se giró para marcharse, con el lomo bien arqueado.

Pero Crowley, que se sentía vigoroso y lleno de coraje, además de muy enfurecido por la interrupción, no se asustó ante la mano de cadáver, y se lanzó al erizado lomo de Pete con las uñas fuera.

Se encaramó en su espalda y cavó sus garras en su piel sucia y sin apenas pelaje. Mientras el gato lisiado saltaba, tratando de zafarse de su atacante; Crowley no dudó ni un segundo y arrojó su zarpa totalmente desenfundada al ojo bueno de éste, sin permitirle reaccionar. La pelea duró poco. El dolor extremo incapacitó durante unos segundos el movimiento de Pete, quien además había quedado ciego. El gato negro aprovechó la ocasión para lanzarse a su cuello, el cual desgarró con sus cuatro afiladas uñas.

De la garganta de Pete brotó un borbotón de sangre escarlata oscura. Entonces, los dos gatos negros sintieron un extraño y nuevo instinto que no conocían. Ambos se irguieron y erizaron, abriendo sus ojos como platos hacia la hemorragia de Pete, quien moría desangrado.

Sin controlarlo, desposeídos de sí mismos y de sus corduras; ambos se lanzaron como sombras al cuello de Pete. Empezaron a lamer ansiosos, como si fuese la leche más deliciosa que habían probado jamás. Catarina clavó sus colmillos con fuerza, para acelerar el flujo de sangre densa y espesa que comenzaba a aflojarse; justo en la profunda fisura que habían causado las garras de Crowley. Mientras, empujaba ansiosa su áspera lengua a las entrañas de la garganta del gato ciego, quien expiraba su último aliento.

Crowley la imitó inmediatamente, y ambos ansiosamente mordieron, succionaron y lamieron el cuerpo del gato calvo, ya muerto, hasta secarlo completamente de sangre. Su cadáver quedó aún más maltrecho de lo que parecía en vida, pero, a pesar de su aspecto extremadamente poco apetecible, ambos comenzaron a devorarlo, arrancando su carne a mordiscos, relamiendo la poca sangre que no le habían extraído, comiéndose sus órganos y vísceras…

Tan sólo dejaron de Pete sus finos y amarillentos huesos, los cuales relamieron y mordisquearon un rato breve, antes de que Catarina pusiera de nuevo su culo en pompa delante de la cara de Crowley, y este se lanzase a su lomo.

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